La pasada semana se fue Aute. En todos los telediarios lo nombraron varias veces en todas las ediciones. Hablaron de sus canciones -himnos para toda una generación-, de su verdadera vocación de pintor y algún compañero de profesión le rindió su particular homenaje en redes sociales. No hubo, sin embargo, ese ir y venir de allegados a un tanatorio abarrotado de seres a los que Aute iluminó con sus canciones. No hubo capilla ardiente ni esa gran despedida nacional que habría merecido el icono de toda una generación. La pandemia, que todo nos quita, también nos ha arrebatado la posibilidad de rendirle honores al que se lo merece. Un discreto adiós para alguien que se debería haber marchado, ligero de equipaje, pero por la puerta grande.

Durante los días que llevamos de confinamiento no sólo se nos ha ido Aute. Absolutos desconocidos para la humanidad, pero completamente indispensables para aquellos que lloran su pérdida, esta cuarentena nos ha dejado sin abuelos, sin madres, sin hermanos y sin novia. Tampoco ellos han recibido los honores que se merecen ni de ellos se han despedido aquellos que más los querían. No han tenido su último adiós, aunque aquellos de los que se han separado para siempre no hayan dejado ni un sólo minuto de pensar en ellos. Se han ido sin hacer ruido, como muchos habrían deseado, pero su marcha resulta ensordecedora para aquellos que ahora la sufren. Algunos habrán muerto solos, otros sólo habrán tenido a alguien muy cercano al que agarrar de la mano antes de emprender ese viaje a Dios sabe dónde. De ellos no se hablará cuando todo acabe. Serán un número más que añadir a la lista de fallecimientos a causa del coronavirus, si su muerte se debe a ello. Si se fueron de este mundo por otro menester, sólo sus seres queridos tendrán constancia de su falta. Pero ellos, que en vida fueron felices y regalaron felicidad, también merecen el mayor de los honores de toda una generación. De nuestra generación.

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