Análisis

Andrés Francisco rodríguez quesada

Las llagas de Jesucristo

Las jóvenes generaciones, desde una cosmovisión global y acomodada de la vida y del mundo, jamás se podían imaginar una situación tan esperpéntica como la que nos ha tocado vivir en la hora presente. Una guerra en el mismo corazón de la Europa de las «5G». Estos días estamos asistiendo al espectáculo de ver cómo millones de personas desplazadas vagan por múltiples países, así como a miles de personas que caen en una tierra que en vez de proveer para su presente y su futuro se convierte en una fosa donde ni siquiera se levantan unas dignas tumbas para cobijen sus restos. Pies cansados y doloridos de huir buscan en vano cireneos que los ayuden a levantar sus cruces. Sus voces resuenan como campanas al viento que nadie escucha.

Estamos en un mundo profundamente llagado y mientras las llagas sigan surcando la bendita tierra que el Creador nos regaló para que la administráramos, ¿quién puede traer un mínimo de esperanza a un mundo desolado y desesperanzado? ¿quién puede susurrarnos, quam suave brisa, que nos esperan días mejores y que lo mejor está por llegar? (cf. Jn 2, 1-12).

La respuesta emerge por sí sola: solo un Cristo llagado que ha pasado por la muerte puede infundirnos esperanza y vida: es el Cristo de la mañana de Pascua que seguimos hiriendo a causa de nuestros egoísmos. Un Cristo que conociendo el dolor extremo del desprecio y del abandono en la cruz es capaz de resucitar glorioso. Son las llagas con las que se presenta ante María Magdalena o ante sus discípulos (cf. Jn 20, 25). Y lo hace, porque son la seña de identidad del Señor Resucitado. En efecto, el cuerpo cubierto de llagas son la muestra del amor que Cristo tiene por cada uno de nosotros porque «nadie tiene amor más grande que aquél que da su vida por aquellos a los que ama» (cf. Jn 15,13). Un amor que Cristo comienza a derramar de forma sobreabundante desde la misma cruz.

El Cristo que hoy necesita el mundo no es el Cristo almibarado y timorato de épocas pretéritas. Un Cristo fracasado que ha vaciado nuestras Iglesias. El Cristo del cual el mundo tiene una imperiosa necesidad es el Resucitado. El único que puede desplegar ante un mundo transido por el pecado la garantía de la victoria en su propio cuerpo. Un cuerpo que se ofrece libremente por la salvación del mundo. Ningún otro dios que no haya experimentado en su propio cuerpo el egoísmo del corazón humano, el sufrimiento, el dolor o el abandono nos podrá aliviar en este momento trágico de nuestra historia.

Jesucristo no fue un profesor de moral ni un personaje modélico al cual admirar, sino nuestro Redentor. Aquel que fue capaz de tomar sobre sí lo peor de un mundo corrompido y convertirlo en ocasión de salvación por el poder de Dios. Cristo es aquél que desarmado puede entablar batalla con las únicas armas de la bondad, el amor y el perdón. Así las cosas, las llagas de Cristo nos enseñan que la vida es un combate y que solo si lo entablamos de su mano y con sus armas correremos su mismo destino. Sus llagas nos enseñan que la cruz de cada día es la llave de la puerta del cielo; que sin Viernes Santo no habrá Domingo de Resurrección. Que sin corona de espinas no habrá aureola de luz y que, si no sufrimos con Él, no reinaremos con Él. Pero, por otro lado, las llagas de Jesús nos recuerdan que ellas mismas son garantía de victoria y de salvación. Jesús dijo «yo he vencido al mundo» y nosotros lo haremos con Él si nos mantenemos a su lado.

Es urgente, pues, que despertemos del letargo del confort en el que nos hemos instalados casi impasibles ante lo que no nos afecte directamente a nosotros o, como mucho, a nuestros más allegados. Es hora de dejarnos fascinar por la figura de Aquel que entrega su vida por nosotros y de darlo a conocer con nuestra vida entera. Es el momento oportuno para dejarnos conmover como Él lo hizo por los hermanos que sufren a nuestro alrededor y entablar su mismo combate contra el mal. Estamos llamados a contemplar las llagas de Cristo en los que sufren y combatir con las mismas armas que nuestro Redentor contra aquellos que las provocan.

Que esta Semana Santa no pase de largo como una más del calendario, sino que nos haga conscientes de la urgencia de volver nuestro rostro a Cristo Redentor y, desde su mirada, entablar un combate decidido contra el mal que enraíza por doquier con nombres y formas muy diversas. Un mal que sigue agrandando las llagas de nuestro Señor, pero que no tiene la última palabra, pues ya fue derrotado el Domingo de Pascua.

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