Quien me conoce o me lee -no es lo mismo, pero me repito igual-sabe de mi animadversión hacia la denominada Liga Smartbank. Desconfío de aquellos analistas a los que se les llena la boca alabando la categoría o tildándola de una de las mejores competiciones del mundo. Suertudos con traje blanco impoluto y a medida que, desde su espaciosa plataforma elevada a las alturas, miran hacia abajo para hablar del fango en el que estamos sumidos aquellos que nos marchamos a la cama desquiciados tras tragarnos 90 minutos insufribles que se saldan con una derrota por 1-0 en un campucho dejado de la mano de dios. Estos días, además, el esperpento ha rebasado el césped y ha salpicado otros ámbitos de la categoría. El Fuenlabrada, con su genial decisión de viajar hasta La Coruña con varios contagiados en su plantilla, ha desnudado aún más a una competición que hace aguas por todas partes. El panorama ahora es rocambolesco: el Elche, como es lógico, no quiere dejar que esto termine así, con los madrileños pudiendo arrebatarles el sexto puesto si ganan a un equipo descendido; el Fuenlabrada, por su parte, ni siquiera sabe si podrá jugar o si terminará la temporada en un hospital; el Dépor se agarra a un clavo ardiendo y ya solo le falta pedir que se repita el penalti de Djukic de 1994 y, mientras, Zaragoza, Girona y Almería siguen a la espera de saber qué va a ocurrir con esa pequeña minucia del ascenso a Primera que se tienen que disputar. A los de fuera, desde su privilegiada posición, monóculo en mano, como espectadores neutrales, hasta les divierte este circo de los pobres. A nosotros, los del barro, los del infierno, los pringados hasta las orejas, los curados de espanto, nos dan ganas de tirarnos por el balcón. Si a ellos les gusta tanto la Segunda División, que la metan en su casa. Se la regalamos con gusto. Y a Tebas también.

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