De todas las malas noticias que últimamente han minado al fútbol patrio, hay una que debe escapar al pesimismo general, y es que asoma una generación de futbolistas llamados a engrandecer la historia. España ha conseguido hacer de la necesidad virtud y los jóvenes jugadores son los que, desprejuiciados, guían a La Roja en esta nueva etapa de reconversión. Para que eso suceda deben coincidir al menos dos factores. El primero, obviamente, es tener la materia prima -los jugadores- con los que intentar conseguir logros importantes. El segundo elemento es tener un técnico decidido, valiente hasta rozar lo insólito, que se anime a hacer jugar a esos chicos imberbes que hoy defienden los colores nacionales. Ese entrenador se llama Luis Enrique, y tal vez sea el mejor técnico que pueda tener hoy la Federación Española de Fútbol. Solo un general con tendencias suicidas es capaz de ganar una guerra, si una competición europea pueda asemejarse a una contienda donde hay muertos y supervivientes. Cuando se llega a una final, bailando a la mismísima Italia en el estadio de San Siro, lo que suceda en el último encuentro es una anécdota, porque lo realmente importante ya ha sucedido. El resultado es lo de menos aunque frente esté la campeona del mundo, aunque sobre el papel ellos eran los favoritos. Todo lo que pase en ese encuentro solo sirve para sumar sin importar quién sea el ganador. España ya ganó y habrá que acostumbrarse a escuchar nombres como Pedri, Ferrán, Gavi o Ansu Fati. Son el relevo generacional de una quinta brillante e irrepetible, y han llegado para quedarse. La apuesta al técnico asturiano, que sabe más de fútbol que todo un ejército de periodistas juntos, le ha salido bien. No parece casual ni la obra de un loco, solo la confianza depositada en jugadores a los que no se les mira el carnet de identidad. Luis Enrique les conoce, confía y les hace jugar. No hay misterios. Luego hay un criterio táctico, que en conjunto explica por qué Real Madrid y Barcelona juegan tan mal, y la selección tan bien.

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