El desenlace del secuestro de Anna y Olivia por su padre (al que no se le puede calificar de padre) no ha podido ser más descorazonador y negro. Los más realistas, que eran los investigadores del caso, sospechaban lo más trágico y en estos momentos prosiguen una labor que ratifica el excelente nivel y capacidad de nuestras fuerzas de seguridad, para que después sigamos oyendo a ventajistas de escaño mullido y coartadas sucias.

El lamentable destino de las Anna y Olivia nos ha destrozado la moral porque a las dos niñas las hemos estado viendo a diario, en sus vídeos familiares, una decisión de la madre para que, entre las rendijas de una fuga a otro país, se hicieran familiares sus caritas por si alguien las podía localizar en algún lugar del mundo. A todas horsas y en cada informativo se hicieron parte de nuestra vida con el desesperado mensaje de la familia y los deseos y rezos de todos para que fueran halladas con vida. No iba a ser así, por lo que todas estas jornadas de espera han sido un triste presentimiento. Tenemos grabadas sus miradas en la frente y es inevitable que no se nos marchen de la cabeza.

En el caso de Anna y Olivia, entre otras meditaciones, nos confirma que los niños, nuestros niños, han de estar lejos de cámaras e imágenes de cara al público. La fragilidad infantil tiene que estar protegida y ya deberíamos entender por qué los medios han de pixelar y proteger los rostros de los menores. En las redes sociales, donde se excedel el exhibicionismo, debería ser igual.

Los niños no pueden formar parte de la televisión. Pueden existir programas donde se muestren dotes excepcionales pero no deberían ser un extenso escaparate ni un filón dando pie a padres y representantes desaprensivos. Los menores deben estar a salvo aunque sea insalvable que con pocos años muchos ya tengan móvil, perfil y hasta portal de vídeos. A los niños, entre todos, deberíamos dejarles que siguieran siendo niños de verdad. Porque ya tendrán tiempo para dejar de serlo.

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