Solo el azar es el responsable de que, cuando somos arrojados a la vida, lo hagamos a una u otra orilla del mar. Unos, sin más mérito que el de la suerte, nacemos en un país en paz, desarrollado y garante de los derechos más básicos para la vida de una persona, otros por el contrario se equivocaron de hemisferio, de época y de país, y no por culpa de ellos, sino de los hados que determinan el destino de los humanos. En este orden de cosas, muchos, en una tranquila tarde de invierno, ante un té humeante y en la confortabilidad de su hogar, mientras observamos el mar tranquilo, frío y azul, que nos llena de bienestar desde el otro lado de la cristalera, nos preguntamos qué razones pueden empujar a tantos jóvenes africanos a lanzarse a las fauces de un dios voraz, que pacientemente les espera, para, en muchas ocasiones, acabar devorándolos, arrastrándolos con avidez a sus profundidades abisales, para ahogar con ellos miles de sueños de felicidad, esperanza en una vida mejor y de la libertad, que en su orilla les fue vedada. Esa franja confortable, es la orilla de la ética desde la que contemplamos un espectáculo cruel, que asumimos con la naturalidad con que acogemos que nacimos en el lado acertado, sin asumir culpa o responsabilidad alguna: fue cosa del azar. Pero, ¿es obra del azar explotar la riqueza de un país, apoyar con venta de armas a regímenes totalitarios y criminales? Vivimos a orillas de la ética, y solo hay dos opciones: observar el inmenso cementerio en que se ha convertido nuestro mar mediterráneo desde la confortabilidad de la orilla correcta, a la que el azar nos arrojó, o rebelarse frente a la injusticia y exigir la práctica de una ética internacional, yo me inclino por esta última, mientras miro a los ojos francos, cansados y profundos del joven detenido, por entrar en patera en territorio nacional, al que tengo que asistir en las dependencias policiales del puerto de Almería, preguntándome: qué haría yo si hubiese nacido en la otra orilla?

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