Alguien tenía que hacerlo. Gabriel Rufián es un personaje que se toma su trabajo parlamentario a título de inventario y que considera el Congreso una pista de circo para promocionarse como una figura a contracorriente. No lo es. El resultado de su peripecia política es que asiste a las sesiones un diputado ridículo, faltón, que confunde el ingenio con el insulto y que no ha presentado una sola iniciativa con cierta enjundia política. Lleva mucho rizando el rizo del despropósito, la ordinariez y la falta de respeto, ha colmado la paciencia de todos, incluidos compañeros de filas, y ayer sobrepasó todos los límites hasta el punto de que la paciente Ana Pastor, que lo expulsó del hemiciclo después de llamarle al orden el tres ocasiones, como exige el reglamento.

Muy harta tenía que estar la presidenta del Congreso, acostumbrada a lidiar toros difíciles, para expulsarlo. Hartazgo que sienten la mayoría de los diputados, conscientes de que actitudes como las de Rufián empañan la imagen de los políticos, bastante ensuciada ya por la mediocridad que se ha asentado en este país, lo que provoca que a falta de un debate parlamentario de altura impere el insulto y, según Borrell, incluso el escupir al adversario.

El ministro de Exteriores debe sentirse avergonzado de lo que ve cada día en el Congreso y fuera del Congreso, porque la vida política ha bajado de nivel al punto de que decir de alguien que se dedica a la política provoca un gesto de rechazo.

Hace mucho que los españoles se cargan de argumentos para quejarse de que no se merecen esta clase política. Al escaso nivel se suma un comportamiento que provoca vergüenza ajena, y que parte de las nuevas generaciones consideran que forma parte del cambio social. No es cierto, o no debería serlo. El cambio social no es que se lancen descalificaciones en lugar de argumentos, ni que el trabajo parlamentario sea una pelea tabernaria con un lenguaje soez en el que la ignorancia se intenta solapar con palabras gruesas. Pastor estuvo en su sitio. Ha aguantado carros y carretas hasta que ya no ha podido más: el prestigio de la Cámara estaba en juego.

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