Hubo una vez un pececito al que llamaron Gabriel. Nadaba como pocos, y siempre hacía reír a todos los demás. El era muy pequeñito pero tan curioso que ya se sabía el nombre de casi todos los peces del mar, por muy extraños que fueran. Y siempre se preguntaba qué habría más allá. Creció entre azules y canciones. Sabía que había calma y también tempestades que asolaban las cosas, que la vida era así. Eso se lo habían enseñado sus padres.

A veces le gustaba hacer preguntas a las ballenas. Ellas, con su descomunal tamaño, tenían que saberlo todo sobre el mar.

Me gustaría ser como vosotras. No quieras crecer deprisa, muchacho. A tu edad todo es mágico, y no existe la mentira.

Pero siendo tan pequeño no podré llegar hasta los últimos confines del océano.

Claro que sí.

¿Cómo?

Con tu imaginación. Nosotras la perdimos hace tiempo… pero tú, tú tienes ese tesoro dentro de ti. Pero a veces en la mar y en tierra la vida se detiene antes de hora. Y un día se detuvo para el pequeño pececito. Ese día, el pececito se preguntó cómo podría continuar su curiosidad por desentrañar todos los secretos de las profundidades, y la felicidad de sus padres y amigos si él no estaba. La respuesta fue clara:

No temas Gabriel. Se harán cosas grandes en tu nombre. Barcos, peces y descubrimientos se llamarán como tú. En tu sonrisa eterna construiremos el futuro.

¿Cómo estáis tan seguros de eso? Porque eres inolvidable.

El pececito que no pudo crecer seguiría intacto en los sueños de millones de personas que, inspiradas por él y por las enseñanzas de sus padres, navegaron, bucearon, escribieron y en cada pedacito de maravilla rescatada, siempre estuvo él.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios