Me gusta salir de trabajar y que algún tímido rayo de sol todavía haga acto de presencia. Sobre todo cuando las calles aún mantienen el bullicio vespertino y puedes observar a la gente. Aunque, a veces, lo que me gusta es detenerme en los escaparates y contemplar a los maniquíes mientras en mi cabeza resuenan los versos de aquella canción de Serrat en la que el cantautor se enamoraba de una mujer de cartón piedra. Salvo esta semana, en la que he dejado que el capitalismo exacerbado que emana de las rebajas se apodere de mi juicio y he entrado en alguna tienda.

Recuerdo que cuando era adolescente me gustaban. Sin oficio ni beneficio, era cuando únicamente podía costearme alguno de mis caprichos. Los años -y lo terrorífica que me parece esa obligación a consumir que nos infundan- me hicieron desencantarme de la época de saldos. Ahora me reafirmo en mi rechazo a las tiendas llenas de (ficticios) descuentos. No crea usted que se debe la falta de comunión con el consumismo; formo parte del sistema y resulta imposible escapar de ese monstruo. Es la raza humana la que me obliga a odiar las rebajas. Sí, odiarlas.

De tanto tiempo sin dejarme engatusar por una tienda había olvidado el desorden que se produce en ellas en el periodo de rebajas. Es normal que, con grandes aglomeraciones toqueteándolo todo, los productos no estén en su sitio la mayoría de las veces. Lo que no me parece ni medio normal es el desprecio con el que los usuarios tratan a las prendas que allí se encuentran. Ropa tirada por los suelos, pisoteada, latas de refresco en las estanterías, chalecos del revés e impregnados de maquillaje... La Tercera Guerra Mundial parece librarse en las tiendas de gran afluencia. Este desprecio por lo ajeno, que no deja de ser algo meramente material, es fiel reflejo de la clase de gente que va a determinadas tiendas. Porque lo peor no es cómo tratan a la prenda, es cómo tratan al reponedor, a la cajera o a cualquier persona que se encuentre trabajando en el establecimiento. Los aires de superioridad del que va a una tienda y se siente en el derecho de dejar todo hecho una mierda sin pensar en el trabajador (porque para ellos el trabajador es otra mierda más) son lamentables y dan prueba de que el ser humano es de lo peor. Tengo dinero, así que puedo, pese a quién pese y pise a quién pise. La cara más atroz (y la real) del capitalismo.

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