Hay quien lo sobrelleva con inquietud, mirando la clasificación continuamente y haciendo cábalas nerviosas. Otros, con vértigo, sin querer pensar en ese cercano final que trae consigo el desenlace de algo tan grande como lo que puede venir. Algunos lo afrontan como un carpe diem, el famoso partido a partido, sin mirar más allá. Los hay pesimistas, esos que no terminan de creerse que todo vaya a salir bien. Y luego, por supuesto, estamos los optimistas, los que nos olvidamos de ese gen derrotista que acompaña a la UDA y, por algún extraño motivo, nos dejamos llevar por un torrente de felicidad muy poco común en un aficionado rojiblanco, convencidos de que el ascenso está más cerca que nunca en la era Turki. Porque sí, es cierto que en estas dos temporadas atrás el equipo jugó play off y que ello acarreaba estar a apenas dos eliminatorias de Primera, pero nunca terminamos de creérnoslo. Fueron dos cruces raros, apáticos, en los que el desastre se intuía. Ahora, a seis partidos del ocaso, el Almería no solo depende de sí mismo para conseguir el objetivo, sino que ha salido vivo del tramo crítico de la temporada. Estas turbulentas semanas que han atravesado con éxito los andaluces han trascendido más allá del plano futbolístico hasta hacer que también podamos aferrarnos al aspecto mental de un equipo que jamás se ha arrugado, ni en los entornos más hostiles como Tenerife o Valladolid ni en esas semanas en las que era fundamental no fallar, como frente a la Ponferradina. Los tropiezos ante Lugo o Girona hicieron dudar, pero lo que vino después ha demostrado que el equipo, al menos, no se arrugará en este tramo final. Si el Almería consigue mantener su seña de identidad, su valentía y su saber estar en estas últimas seis jornadas, el objetivo se logrará. Los rojiblancos son mejores que todos los rivales a los que se tienen que medir y se juegan mucho más que la mayoría de ellos. Solo falta que las piernas no tiemblen. Y, de momento, no lo están haciendo. Por eso, confiar es más sencillo ahora que nunca.

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