Esta semana han salido, de forma abrupta, unos señores encorbatados que se han disfrazado de salvadores del fútbol. Supongo que estaban ahí, agazapados, esperando el momento propicio para lanzar su bomba. Empresarios que han decidido que, como con este fútbol no amasaban suficiente fortuna, había que crear otro. Personajes elitistas que, contra todo pronóstico, han sido seguidos por un buen séquito de plebeyos, cegados por el brillo de su lujuria, conformándose con las migajas que estos señores les han prometido. En cualquier caso, lo han puesto todo patas arriba. La Superliga ha venido a evidenciar que hay un problema. Que el fútbol necesita un cambio radical. Pero este torneo disfrazado de selecto club de campo con cócteles e hípica para que los ricos arrastren su superficialidad los domingos no parece que sea la solución. Lo más curioso es que estos señores de palco y langosta vinieron a hablarnos al resto de lo que es el fútbol. Como si no lo supiéramos. Fútbol era ver de niño a tu ídolo por la calle y pedirle un autógrafo con cercanía. Fútbol era acudir a los entrenamientos, acercarte a los jugadores al acabar y charlar con ellos. Fútbol era comprarte la camiseta de tu equipo sin dejarte un riñón. Fútbol era tomar unas cervezas en buena compañía como ritual antes de ir al estadio. Fútbol era cantar goles sin miedo a que te los arrebataran cinco minutos después. Fútbol era viajar con tu equipo a otros estadios porque todo eran facilidades. Fútbol era pensar en marcar antes de en no recibir. Fútbol era lo que sucedía en el césped, y no todo lo ajeno que salpica a la pelota durante la semana. Fútbol era anteponer el hincha de a pie al espectador televisivo. Fútbol eran sábados y domingos, no viernes y lunes. No es que ese fútbol esté muriéndose. Es que murió hace años. Pero los ideólogos de la Superliga no son sus salvadores. De hecho, son los culpables. Junto a otros muchos.

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