Aningún aficionado se le olvidan sus primeras tardes de fútbol. Cuando eres niño todo se observa desde otro prisma. Mi padre comenzó a llevarme al Juan Rojas con la fundación de la UD Almería. Hasta entonces, su relación con el fútbol local era de hastío. De mirar el lunes qué habían hecho esos dos equipos enemistados que luchaban por una absurda supremacía capitalina sin que ninguno asomase la cabeza por encima del fango. Una pelea contraproducente para una ciudad escasa de recursos que concluyó con la UDA. Entonces, muchos recobraron la esperanza. Mi padre entre ellos.

Callejeábamos por los alrededores del coqueto estadio hasta encontrar aparcamiento, siempre por la misma zona. Atravesábamos una plazoleta alargada que ahora, gracias a Google, descubro que se llama Plaza Serón. La vista de la chapa metálica y rojiza de la cubierta del campo tras esa explanada sigue intacta en mi retina. A esas alturas ya se empezaba a escuchar el clamor de alguna bocina. Sacábamos la entrada, subíamos las escaleras y elegíamos asiento. Si tenía la pegatina de 'abonado', no nos pertenecía. Allí vi a mis primeros ídolos. Luna, Francisco, Ortiz, Cervián, Barbero. Tan cerca que se les oía hablar. Pero crecí. Llegó el Mediterráneo. Las pistas de atletismo. La distancia. La frialdad. En ese feudo hemos vivido los mejores momentos futbolísticos de nuestras vidas, pero siempre empañados por unas pistas que todo lo distorsionaban.

El jueves, el club presentó la remodelación del estadio. Exteriores lujosos. Pasillos renovados. Instalaciones de primer nivel. Todo muy moderno, pero faltaba algo. Esa fase 2. En ella, un vídeo nos descubrió el Mediterráneo, al fin, sin pistas de atletismo. Y, entonces, muchos reconocimos en él un hogar. Sentimos el Juan Rojas. La calidez. Las conversaciones entre jugadores. El olor a césped. Las tardes en familia que continuarán nuestros hijos. Ellos no sabrán lo que es ver el fútbol a través de unas pistas de atletismo. Nosotros, tras estas obras, tampoco. Y, solo por eso, todo habrá merecido la pena.

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