El mundo del fútbol es un entorno de contrastes. La calidez y la irracionalidad que emanan desde la grada chocan frontalmente con ese aura desalmada y calculadora que se oculta tras los despachos. Y, entre medias, el césped, salpicado por todo tipo de jugadores, desde aquellos pasionales que conectan con la gente hasta los que saben que son meros interinos que, más pronto que tarde, harán las maletas en busca de otra ciudad que les ofrezca buenas posibilidades. Sin embargo, todos estos actores tan dispares saben que el fútbol, como la vida en este mundo extremadamente capitalista, se rige únicamente por el dinero. Contratos gestionados en los despachos que resignan al aficionado y encandilan al futbolista. Así, en los clubes pequeños, los que no celebran títulos pero sí ascensos y permanencias, todos asumen que ese jugador que destaca terminará yéndose a un grande que le ofrezca un mayor escaparate, un mejor contrato y más posibilidades deportivas. Este relato, tan viejo como la mercantilización del fútbol, ya está empezando a tomar forma en Almería cuando aún ni se ha abierto el periodo de fichajes. Un club al alza, recién ascendido, que ha terminado líder de Segunda y con un plantel joven es un dulce para cualquier equipo medio que quiera abastecerse a buen precio. Así, muchos parecen resignados a dejar ir a los Sadiq, Babic o Akieme si llega una oferta rompedora. No queda otra. O sí. Porque si algo tiene el actual Almería es ambición. Y, aunque la economía debe complementar este afán de crecimiento, no es menos cierto que la capacidad de retención de jugadores también debe acompañar a un club que quiere ir a más. Si los rojiblancos consiguen mantener el bloque del éxito y aderezarlo con futbolistas que lo mejoren, el año será ilusionante. Si, por el contrario, se rinden a la lógica del fútbol y permiten que la columna vertebral se desmantele, se volverá a empezar de cero. Quizá con éxito, sí. Pero quizá no. La única certeza te la da lo que ya conoces.

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