Nos creíamos felices cuando levantaron el estado de alarma y todos, altos y bajos, rubios y morenos, gordos y flacos, podíamos pasear por el Paseo Marítimo o incluso dar una vuelta por ese Paseo de Almería que cada vez está más muerto. Nos daba incluso igual que políticos de uno y otro lado nos mintiesen en la cara, hasta les aplaudíamos porque lo peor no es ser cornudo, sino apaleado. Hubo quien se creyó que esta pandemia nos iba a hacer mejores personas. Todo fue una mentira. Eso no era la felicidad. Ésta estaba en levantarte un domingo por la mañana e ir al campo a animar a tu equipo, en pedir una, dos y tres cervezas en el ambigú si vendía alcohol o ir al bar al acabar en el caso de que no (en el primer supuesto también se iba al bar después). Por anhelar, hasta echo de menos que el aficionado asqueroso de turno que se sentaba cerca te escupiese una de sus cáscaras de pipa. Porque eso era vida. Marcharse a casa un viernes temprano porque el sábado había que madrugar para ir al pueblucho de turno con los niños sabedor de que seguramente la vuelta sería con una goleada en contra y dando suerte de que no habían puesto en la puerta del vestuario al 'perro del campo', ese que aparece si el encuentro es caliente en la grada con quienes intentan que sus hijos cumplan sus frustraciones. Echo de menos el perro, incluso las conversaciones con esos padres de corbata los días de diario y en calzoncillos rotos los sábados, con sus instintos más primarios. Hasta era vida coger un boli y papel y hacer las cuentas de las jornadas que restaban con la actitud más optimista posible y ver que ni con eso te llegaba para lograr la permanencia. O poner la radio de vuelta a casa y escuchar cómo el entrenador cuyo equipo había hecho el ridículo exponía que seguirían trabajando y lo intentarían el domingo siguiente. Daba alegría hasta cabrearse con eso porque era la vida. No lo es sentarse en el sofá y ver un partido con los cánticos simulados por un videojuego...

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