Una de las mayores diferencias entre opinar de la situación política y de las acciones y decisiones de los gobiernos cuando ejercía como político y dirigente de un partido, y mi situación actual como ciudadano de a pie, es la libertad y tranquilidad que tengo ahora para reconocer aciertos y errores con independencia del partido que los tiene.

Los políticos en activo, imbuidos de un fervor excesivo en defensa de su gobierno o de su partido, tienden a no reconocer nunca los aciertos del adversario. Y cuando el antagonista comete errores, y gobiernos y partidos de todo signo los cometen, el manual de comunicación dice que hay que recrearse en el error, ampliarlo y extender sus efectos allende de los informativos del día. La estrategia responde a una máxima asumida por casi todos los políticos que reza algo así como a la oposición o al gobierno ni agua. El resultado es que si eres un concejal de la oposición en un ayuntamiento, siempre tengas que negar cualquier acierto del alcalde o alcaldesa de turno, aunque el acierto sea evidente y el error notorio. Mientras que el alcalde y sus concejales descalifican por infundada, inútil o partidista cualquier propuesta o crítica que haga la oposición, aunque tenga más razón que un santo. Idéntico esquema dialéctico y estratégico se reproduce en parlamentos autonómicos o en el Congreso de los Diputados. Además, aquel político que tiene un ataque de sinceridad y que reconoce desde la oposición aciertos del gobierno o que da la razón a la oposición desde el gobierno, tiene muchas papeletas para que sus propios correligionarios le descalifiquen por flojo o inocente. Desde el punto de vista de la ciudadanía y del espectador que tiene una mirada imparcial y no se levanta cada día con la camiseta del mismo partido, el espectáculo es muchas veces ridículo. Se descalifican las propuestas, las críticas o las decisiones, no por su contenido ni por su falta de fundamento, sino por su autoría. De tal guisa que el debate político y sus protagonistas se convierten en demasiadas ocasiones en una suerte de dúo pimpinela, con un carrusel infinito de reproches, querellas y agravios infundados o exagerados. La estrategia del ni agua consigue que el debate político se devalúe, perdiendo calidad y rigor porque sus propios protagonistas prescinden de cualquier autenticidad y sinceridad ante las propuestas o criticas del adversario.

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