Alguien contó azules los días

No hay nada más infame que crear una imagen deformada, con el fin de poder justificar las atrocidades del ser humano

Alguien contó azules los días que nos esperaban. Nos advirtió, con el fuego entre las mandíbulas, que no hay nada peor que huir de uno mismo y no hallar respuestas. Que no hay nada más infame que crear una imagen deformada, con el fin de poder justificar las atrocidades a las que el ser humano puede someter a sus iguales. Buscar una razón para mostrar la mayor crueldad del mundo. Joseph Goebbels también era un ciudadano ejemplar. Después de una larga jornada de trabajo, llegaba a casa. Abrazaba a su mujer. Amaba a sus hijos. Solía leer a los grandes filósofos alemanes. Escuchaba la exquisita textura de la música clásica. Saludaba a sus vecinos desde el jardín, mientras inclinaba su cuerpecito de pan con leche para recoger su periódico.

Alguien contó azules los días que habitamos y convertidos en el hombre aquel donde poder acallar ese dolor que sobre el cuerpo nos atormenta, atravesó la ciudad en llamas para advertirnos que si nuestros muertos se levantasen para admirar el mundo que habían construido sus hijos, no debían de sentir la vergüenza de lo que habían edificado sobre los restos de sus tumbas.

Joseph Goebbels también era un ciudadano ejemplar y los mares regresaban, una y otra vez, a su cita puntual. El cielo caía inevitablemente sobre el mundo y los hombres se hallaban inmersos en su cólera, avanzando entre las calles, como un día cualquiera, subiendo por los labios, trepando hasta llegar al exacto ángulo del dolor, como la materia, como el pez, como el fin de los días cuando anuncias con tus besos mi nombre. Y ya pasados los años, nadie volverá a preguntar por nosotros. Es la certeza de saber que somos memoria, pasado imperfecto, barcos que naufragan en mitad de la madrugada.

Ahora, en casa, cuando la noche se apaga sobre nuestros cuerpos, solos hallamos la respuesta: combatir contra cada uno de nuestros miedos. No defraudarse ante uno mismo. No ser el pasto lascivo con el que poder saciar nuestra propia sed. No convertirnos en un Joseph Goebbels. Saber que tú, amor, existes, anunciándote entre las grietas de mis labios, sin tregua, como una flor que crece al borde del abismo, para confesarme que todo en este mundo nos duele, excepto el silencio de pensarte, que todo en este mundo nos sobra, excepto cuando acabo anclado en el tórrido cielo de tu boca.

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