Amanda está muerta

El cuerpo de Amanda se ha consumido en una sobremesa de años, abandonada por la vida y por la muerte

De esta manera directa, escueta, nombrando a la finada, parece darse una mala noticia, ya que casi siempre la muerte, aunque se le espere, no es bien recibida. Algo más atenuada resultaría la información si se dijera que Amanda ha muerto. Hecho que, en principio, no debe extrañar porque tal es el fin propio de nuestra condición de mortales. Otra cosa es que Amanda esté muerta, porque entonces al categórico atributo del ser mortales, o a la constatación de su postrero efecto, se une la coyuntural sorpresa de lo imprevisto, de lo sorprendente, de lo extraordinario. Amanda, en fin, llevaba muerta casi cinco años en su casa madrileña, momificado ya su cadáver sin que nadie la hubiera echado de menos. Tampoco su muerte debió anunciarse con estrépito, ni con estertores angustiosos. Un ictus -la parca cuenta con un variopinto catálogo de maneras de presentarse- pareció acabar con esta octogenaria señora. Según sus vecinos, de una cuidada educación, aspecto saludable y conductas normales -probablemente se repara más en estas circunstancias al conocerse su muerte, porque los reconocimientos suelen ser más póstumos que manifestados en la plenitud de la vida-. Los agentes de la Policía Nacional encontraron su cadáver en la cocina, caducada la vida desde hacía cinco años, casi al modo de las provisiones que Amanda guardaría en la alacena para el sustento de sus días. A ningún vecino pareció extrañarle sobremanera su prolongada ausencia, ni que el portero acumulara correspondencia de años, ni siquiera la falta de pagos de la comunidad obligó a localizarla para notificarlo. Pero esta vecina no era un inquilina de paso, ni una de esas personas que viven pero no conviven en un mismo edificio y si acaso se cruzan por las escaleras o coinciden en el ascensor, saludándose como educados desconocidos. No es así, sino que Amanda llevaba más de treinta años viviendo allí y otros cinco más, ahí es nada, de cuerpo presente, sin velatorio ni honras, a solas cuando la muerte llegó, por años sola su carne mortal, sin el fúnebre pero muy necesario y final hospedaje de un ataúd. Una sobrina, residente en Israel, dio la voz de alarma, aunque fuera con años de retraso, y los vecinos también sospecharon que la muerte podía haber hecho de las suyas, pero quizás esperaban la esquela. Mientras que el cuerpo de Amanda se consumía con una sobremesa de años en la cocina, abandonada por la vida y por la muerte.

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