Todavía inmersos en la guerra contra el virus, celebramos hoy el Día de Andalucía. Cuarenta y un años después de aquella jornada de esperanza, podría insistir en que se han dilapidado demasiadas ilusiones. Seguimos siendo uno de los territorios más pobres de España. Se avanzó, claro, pero, en términos relativos, no hemos conseguido abandonar el furgón de cola. No quiero, sin embargo, ahondar aquí en el pesimismo. Y no quiero porque paradójicamente el Covid-19, al tiempo que nos atenaza, en la medida en que está destrozando todos los equilibrios anteriores, abre inesperadas líneas de desarrollo futuro. Fenómenos como la aceleración de la "transformación digital", entendida no sólo como un aumento de la tecnología, sino como una revolución integral que abarca la cultura, las formas de trabajo y los procesos de negocio, la deslocalización laboral y del talento y, por supuesto, la propia reestructuración de las administraciones públicas, además de alentar nuevas oportunidades, nos pone a todos, otra vez, en la casilla de salida.

Entre tantas derivaciones concomitantes (el ocaso del viejo modelo de industria, el incremento de la dinámica centrífuga, el auge de lo natural), hay una especialmente ventajosa para Andalucía. De pronto, hemos aprendido que las grandes urbes no tienen por qué acaparar el empleo de calidad, la innovación o el ingenio. La pandemia nos ha enseñado que podemos ser efectivos y eficientes laborando en remoto. El hecho de que cada cual pueda trabajar desde donde le apetezca (algo que beneficia a empleadores y empleados) apertura una época de movilidad normalizada en el que, para captar capital ciudadano, serán claves tanto las capacidades preexistentes (el clima, la hospitalidad, la paz social) como aquellas otras que deberán de proyectarse y alcanzarse (una educación de excelencia, una potente oferta cultural y de ocio, una gestión ecológica, una Administración colaborativa, una interconexión informática y física avanzadas).

En este aspecto de la partida que se reinicia, Andalucía tiene buenas cartas. No sólo para convertirse en el destino vacacional o en el geriátrico de Europa, sino en el hogar permanente de cuantos descubran en ella una vida mejor. Ojalá que, ante los complejos retos que se avecinan, quienes nos gobiernan sepan jugarlas. En el año cero de este súbito quiebro de la historia, sólo cabe desearles - y desearnos- inteligencia, anticipación, esfuerzo y suerte.

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