Aplaudid, aplaudid, malditos

La vanidad es un bicho al que como no se alimente de manera equilibrada es muy fácil que se vuelva caprichoso y voraz

Es costumbre aplaudir aquello que nos agrada, o nos conmueve, o nos alegra, o nos hace vibrar; aplaudir a la persona o personas que nos transmiten en un instante alguna emoción a través de su hacer talentoso. Es una señal de gratitud, una muestra de reconocimiento y valoración a ese duende, o a esa chispa, o a ese momento de expresión desatada. Es un gesto, cuando es sincero, nacido del impulso espontáneo por mostrar la conexión vivida en el aquí y ahora con un qué ocurre, quién hace que ocurra y cómo hace que ocurra. Eso, como digo, cuando es sincero. Lo que ya no es tan sincero y, aun así mucho más frecuente, es ese aplauso mecánico producto del contagio, un aplauso sin ganas, sin corazón y a veces hasta sin sonido. O ese otro aplauso nacido de un convencimiento impostado e importado por el que consideramos obligado aplaudir algo que ni nos gusta ni nos interesa sólo porque es lo que todo el mundo hace. Muchas veces, por no decir casi siempre, las creencias y las idolatrías tienen más de suscripción gratuita que de compra sopesada. Y en este sentido creo que se le hace flaco favor al crecimiento, al aprendizaje y a la mejora del talento si vamos por ahí aplaudiendo cuantos desvaríos y excesos tenga la peña la brillante idea de ejecutar. La vanidad es un bicho al que como no se alimente de manera equilibrada es muy fácil que se vuelva caprichoso y voraz. Pero como nos gusta ir dando palmaditas de espalda sin ton ni son ni criterio ni medida a la espera de ser más pronto que tarde receptores de las ídem, no escatimamos en alabanzas a quienes muchas más veces de las pensadas habría que ponerles un punto en el pico y un freno en las manos. La compulsión consumista trasciende las estanterías de los supermercados para llevarnos a una avidez conductual ciega y sorda, que no muda, porque para eso tendríamos que aprender a callarnos y congraciarnos con el silencio, tarea harto improbable que acontezca dado el escaso filtro que nos ponemos para pensar, hablar y actuar y la importancia soberana que damos a todo cuanto pensamos, decimos y hacemos. El menos es más constituye una máxima tan redonda como inusual sólo practicada por unos pocos, paradójicamente por los pocos que más sabrían y podrían decir. Lo común, sin embargo, es hacer alarde de lo que creemos saber para que el aplauso no cese y se siga oyendo más allá de la atención plena y el disfrute sin interferencias.

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