Autoridad moral

Quien demuestra excelencia se convierte en una persona respetada y ejerce influencia; esa es la cuestión

Cada vez que oigo el término "autoridad" me pongo en guardia; me retrotrae a lo más oscuro de la condición humana. La palabra, por otra parte, tiene bastante descrédito; hemos visto a algunos reivindicarla esperpénticamente para si, no sin caer en el más bochornoso de los ridículos. Del latín auctoritas, auctoritatis, la acepción más común del término es la "facultad de mandar" o "persona que tiene la facultad de mandar". Poder y voz de mando, en definitiva. Con frecuencia escuchamos -desde hace ya tiempo- al gremio de funcionarios de la enseñanza quejarse de que alumnos y padres no les reconocen su autoridad, o que se la han quitado, y cifran en ello los fracasos del sistema educativo. Se refieren, por supuesto, a la acepción referida, conocida también como "autoridad jurídica", pues para que exista esta autoridad ha de existir también la obediencia. El obediente legitima la autoridad del que manda, se necesitan mutuamente los dos. El problema viene cuando el subordinado no reconoce la autoridad del superior y con ello deslegitima su facultad para mandar. A quienes reivindican para si la condición de autoridad -como algo caído del cielo que por la gracia de dios les pertenece solo a ellos- procede recordarles que existe otro tipo de autoridad, otra acepción del término, que goza de más simpatías generales. Me refiero a la autoridad moral, aquella que posee quien ha demostrado reiteradamente unas capacidades y esfuerzos que le han permitido conquistar la excelencia en su quehacer, la calidad y el prestigio. Quien demuestra excelencia se convierte en una persona respetada y ejerce influencia; esa es la cuestión. No es lo mismo ser obedecido que ser respetado; si la autoridad jurídica exige obediencia, la autoridad moral tiene el respeto de la comunidad. La obediencia es una imposición y el respeto ha de ganarse convenciendo, seduciendo, demostrando excelencia. Y volviendo al ámbito de la enseñanza con ánimo de aplicar estas reflexiones, conviene preguntarse por la excelencia de los docentes para hurgar en los motivos del fracaso educativo. Un buen enseñante ha de ser un trabajador de alta cualificación, un excelente pedagogo por encima de todo, que seduzca a sus alumnos y los motive. El único aprendizaje nace del disfrute y el interés propio.

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