Desde Atacama, desde las vastas soledades del desierto chileno, nos llegan noticias del Observatorio Austral Europeo, cuyos investigadores han descubierto un planeta habitable en la constelación del Pez Volador. O para ser más precisos, han descubierto que uno de los planetas que orbitan en torno a la estrella L 98-59, conocidos desde 2019, podría albergar grandes cantidades de agua, que permitieran, de algún modo, la vida. Ya sea la vida extraterrestre, en cualquiera de sus modalidades, desde la vida microscópica al pérfido alienígena que pobló nuestras pesadillas de posguerra, ya sea la vida terrícola, cuando nos desplacemos hasta allí en una tímida colonización de esta orilla perdida y marginal de la Vía Láctea.

L 98-59 se halla a treinta y cinco años luz; lo cual implica, cuando menos, un lapso de dos generaciones entre quienes se quedan en la Tierra y quienes llegan al planeta remoto. Bruno, que leyó con atención a Lucrecio, postuló un universo infinito, poblado por "tierras innumerables" y, acaso, por un número infinito de civilizaciones. Lo que no previó el sabio nolano, en modo alguno, es aquello que escribió Valéry tras la Gran Guerra: "ahora sabemos que las civilizaciones mueren". Las piruetas espaciales de nuestros archimillonarios más conspicuos, los señores Bezos, Branson, Musk, etc., no dejan de ser una muestra carísima de infantilismo, cuya repercusión científica es, en apariencia, nula. Sin embargo, la posibilidad técnica -y la necesidad vital- de transportarnos a otro planeta pudieran llegar mucho más tarde que nuestra acreditada pulsión autodestructiva. Dentro de cinco mil millones de años, el Sol comenzará a fusionar helio, agotado el hidrógeno, y se convertirá en una gigante roja que abrasará la Tierra. Pero de aquí a que ocurra esto, la aventura humana puede haberse sumido en un profundo y milmillonario olvido. Homero, nuestro antepasado más ilustre, aún no ha cumplido los tres mil años; y el espesor de la especie, datado en Atapuerca, es irrisorio si se compara con estos abismos temporales. ¿Llegaremos, pues, a conocer el misterioso oleaje, los océanos intactos de L 98-59? O dicho a la inversa: ¿conoceremos la angustia de otras civilizaciones, surgidas de la profundidad del cosmos, que vengan huyendo de sus respectivas desdichas?

Esta es una vieja fantasía, connatural a la especie, de la que ya supimos por Luciano de Samósata. Una fantasía que implica, obligatoriamente, dos cuestiones: la voluntad de perpetuarnos y la necesidad del misterio.

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