Barricadas

Ellos, los irresponsables millonarios que juegan a aventureros, son la verdadera basura

Hay barricadas y barricadas y no son lo mismo las que levantó la Comuna en París, al poco de la derrota de Sedán, que las que casi un siglo después alzaban los desahogados universitarios del 68 cuando la ciudad era una fiesta. Tienen algo pedagógico las algaradas de estos días, en tanto que muestran, como la guerra de verdad, que más allá de las fotogénicas instantáneas los campos de batalla son siempre un escenario dantesco. Comparece ahora esa hueste ociosa y acanallada -la costra, como la llaman los propios alternativos- que viaja por placer a los puntos calientes del planeta y convierte a la masa en horda aprovechando el barullo. Son los excursionistas de la subversión, que no tienen nada que ver con la auténtica clase trabajadora, la que desdeña las ensoñaciones burguesas y se bate a diario para medio ganarse la vida en la dura faena. Buena parte de las instituciones catalanas, no sólo la mayoría de los ayuntamientos y desde luego el Gobierno autonómico, sino también los sindicatos, las universidades, la televisión pública, el club que es más que un club, la prensa paniaguada, los numerosos y discretos beneficiarios del clientelismo nacionalista, proclaman alegremente la desobediencia. Sale el presidente de ese club hablando de solidaridad y entran ganas de arrebatarle la cartera y dejarlo tirado en las mismas montañas de basura que los manifestantes arrojan a las puertas de la delegación del Gobierno. Ellos, no tanto los revolucionarios profesionales y los tontos útiles como los irresponsables millonarios que juegan a aventureros, son la basura. El propio presidente de la autonomía, un sujeto miserable que está dando en esta hora grave la medida completa de su vileza, a unos niveles que provocan ya más indignación que sonrojo, encabeza desde el poder la insurrección contra el poder. Esos huevos, al patrón, les hemos dicho desde siempre a los arribistas que se las dan de gallitos. Pero los desleales patrones catalanes, con escasas y honrosas excepciones, han trabado una confusa alianza con las escuadras de la que seguramente en casa, cuando toman el aperitivo mientras ven aterrados las imágenes de las calles en llamas, piensan si no tendrán que arrepentirse el improbable día en que las turbas, de lograr su nada claro propósito, dirijan los adoquines contra el próspero capitalismo autóctono. Y qué decir del entrenador ese tan pichi al que no le caben los billetes en los bolsillos del pantalón ceñido y que aparece a cada rato en los desinformados medios europeos, compungido o medio llorando por la supuesta falta de libertades en su pequeño país de opereta. Da todo mucha vergüenza y hasta un poco de asco.

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