¡Basta ya de violencia!

Pero además de condenar, hay que buscar soluciones y el problema de la violencia no es fácil de comprender

Hoy me sumo, modesta pero ferozmente, a la manifestación contra la violencia de género del día 25, y a tantos paisanos que salieron a gritar ¡basta ya a la violencia de género!, porque no hay destiempo que valga para corear ese grito de repulsa de uno y de todos los que no queremos ser neutrales ni vivir agazapados tras la brumosa mayoría silenciosa. Pero además de condenar, hay que buscar soluciones y el problema de la violencia no es fácil de comprender ni mucho menos, de solucionar. Ante todo, porque la agresividad es un instinto natural que, como dice H. Arendt funciona como otros impulsos físicos apremiantes como el de nutrirse o el sexual. Pulsiones que, si no se sacian, generan algún tipo de frustración reprimida y acumulan una energía capaz de explosionar en cualquier momento. Pero, además, porque la violencia siempre tuvo cierto prestigio histórico y no han faltado tratadistas como Fanon, Sorel o Lorenz, que glorificaron el impulso agresor en el reino animal como energía vital y fuente de creatividad, frente a la pasividad burguesa. Una simplificación tan necia como inconciliable hoy con los avances científicos combinados entre neurólogos, etólogos, zoólogos o psicólogos, que han revelado la etiología, hormonal y epigenética, que engendra la violencia y por la que se rigen las reacciones espontáneas, instintivas, de cólera. Aunque certifican también, ay, la dificultad de erradicarla. Así que por más que gritemos no la superaremos si, a la vez, no actuamos con inteligencia y asumiendo que la ira asilvestrada es una disfunción hormonal que, como otras patologías emocionales, no puede castrarse bioquímicamente porque se deshumanizaría a la persona. Pero que sí merece, además de su represión y condena disuasoria y además de la protección a las víctimas, también, digo, echarle imaginación y recursos para que desde la trinchera de la tolerancia cero y desde el desprestigio mediático a la desigualdad de género, reconduzcamos, desde la cuna y la escuela, la ferocidad innata, a combatir las miserias y abusos sociales. Acotemos la agresividad instintiva a los ámbitos deportivos en los que las adrenalinas desfoguen entre patadas o raquetazos a las pelotas. Nos inyectemos en vena todos, en fin, que la rabia, donde debe estallar es solo ante la injusticia y la barbarie. Una utopía, sí, pero no inalcanzable si en los púlpitos políticos menudeara menos narcisismo y más talento.

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