La historia muestra que cualquier proceso civilizador suele generar serias tensiones entre progresistas utópicos y conservadores distópicos. La invención de la rueda generó, sin duda, toscos recelos y luchas entre sus partidarios y detractores. El uso de la anestesia, suscitó serios dilemas morales. Y la construcción del ferrocarril graves críticas por atentar contra la placidez campestre al contaminar con sus humos y ruidos, las límpidas campiñas inglesas. Así que el actual reto de la globalización cosmopolita, con la superación histórica de los milenarios estados nación, no iba a ser excepción. Y en efecto la virulencia populista del brexit confirma ese rechazo emocional, primario, a la ilusiva aventura de cohesión europea que aspiraba a variar tradiciones centenarias y a modificar el universo cerrado donde crecimos. Pero no estamos ante un rechazo racional. La mayoría de votantes del brexit es incapaz de argüir razones sobre las pegas o efectos técnicos de agruparse con Europa. Se trata de un rechazo visceral que rezuma desde la fuente del apego, pulsional, a paradigmas tan potentes como el terruño, las costumbres, la lengua, la pertenencia un grupo y cultura que se prefiere a las de fuera, a la de otros. Un sentimiento colectivo poderoso que cortocircuita las neuronas analíticas, individuales y tribales, de mucha gente sencilla, pero también de gente culta y destacada profesional o socialmente, que se aferra a la alucinación de poder mantener activo un pasado primigenio idealizado. De ahí el hecho, tan objetivo como penoso, de que no pocos líderes sociales e intelectuales, respalden el Brexit y muchos, encima, el brexit salvaje. Un desvarío del espíritu, quizá una ceguera dañina, que cursa a modo de sicopatología social capaz de intoxicar hasta las mentes más preclaras en otras artes. Ejemplos de libro tenemos en la Alemania de aquel Hitler, al que aplaudieron Heidegger o Wagner; o en el llamado procés catalán, plagado de casos de lo que digo: un colectivo que cree engendrar un sueño que colma su vida, sin reparar en que, acaso sea más cierto, es el sueño estéril quien les coloniza la vida. Las explicaciones más científicas y creíbles sobre el origen y alcance de esos sueños invertidos y cautivantes (poética borgiana, aparte), no las hallo, pobre de mí, en filósofos, políticos ni sociólogos: sino entre los primatólogos que exploran la neurobiología de la idiocia humana.

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