Bruto y la República

Quien quiera un cambio, que lo lleve en su programa electoral y, si tiene apoyos, cambie la Constitución y haga referendum

Escribía el romano Tito Livio que al último rey de Roma, el etrusco Tarquinio el Soberbio, lo expulsaron de la ciudad cuando un grupo de notables se rebeló contra los ocupantes y, tras mandarlos a casa, fundaron la República. Uno de esos próceres republicanos fue Lucio Junio Bruto, al que no hay que confundir con el que colaboró en el asesinato de Julio César.

Ya en la Roma antigua y, muchísimo después, en la Francia revolucionaria, Bruto era un símbolo de la voluntad popular, de la libertad del pueblo y del poder de los ciudadanos para decidir cómo darle forma al Estado.

Aquel cambio de régimen político no fue pacífico. Casi nunca lo es ninguno: quien tiene el poder no cede; quien lo busca no concede; quien no lo tiene ni lo va a tener, o sea, el pueblo, acaba defendiendo la postura de quien lo gobierna o lo quiere gobernar.

La República que surgió de aquella rebelión no era una fantasía lisérgica y "flower-power" de anarco-liberalismo, sino un régimen político dotado de unas estructuras, mecanismos y defectos propios del funcionamiento de un país.

Cuando leo que un grupo de partidos políticos con representación parlamentaria se ausenta de la sesión inaugural del Parlamento y se dedica a poner morritos proclamando que el Rey no los representa, no puedo evitar sentir tristeza: me viene a la mente una figura solemne y respetable como la de Nicolás Salmerón y acabo pensando que nuestros tiempos se han convertido en una parodia sin gracia del pasado.

Proclamarse republicano creo yo que no es en ningún caso un delito porque la libertad de pensamiento está en nuestras propias leyes, vaya por delante. Ahora bien, a la Monarquía no se la defiende con vítores desmedidos y meneando la testa como el perrito de la bandeja trasera del coche. Tampoco se lucha por la República con ruedas de prensa, negando la cualidad de Jefe del Estado a quien lo es y aceptando del sistema solo lo que conviene.

Quien quiera un cambio, que lo lleve en su programa electoral y, si tiene apoyos, cambie la Constitución y convoque un referéndum. La esencia de una democracia es aceptar el parecer de la mayoría; negarlo porque no coincide con las propias ideas es antidemocrático.

Quedarse con los derechos y renunciar a las obligaciones no es sino infantilismo y falta de educación cívica. Quien crea que comportándose como un niño malcriado va a tener lo que quiere no es Bruto, sino un tanto bruto.

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