Buena suerte segura

Una buena suerte segura, un premio extraordinario repetido todos los días, acaban por aburrir con monotonía

El anuncio de la Lotería de Navidad se espera con la misma expectativa que las tradiciones repetidas. Acaso podría decirse que monótonas si se sigue el argumento del casi cortometraje cuya moraleja sostiene que el mejor premio es compartirlo. Para Juan, modesto autónomo en su tiendecita de copia de llaves, como le sucede al personaje de la película, estrenada hace más de veinticinco años, Atrapado en el tiempo, todos los días son el 22 de diciembre. Del mismo modo que en el filme -no lo rebajaré a "peli", forma tan coloquial de muchos actores- de Harold Ramis le ocurría a su personaje, Phil Connors (protagonizado por Bill Murray), con el 2 de febrero, para disponer así de cada vez más información y conocerla antes que nadie. Por eso Juan (el actor Luis Bermejo) no quiere compartir un décimo, por si toca, cuando se lo ofrecen, en la cafetería del mercado, con la complicidad del trato cotidiano, en este caso por algo de avaricia, y acaba compartiéndolo, con una clienta a la que no atendió mientras cerraba su tienda, cuando estaba seguro de que le iba a tocar. Después de reiteradas y solitarias celebraciones del premio, que siempre sabía suyo porque cada día vuelve a ser el 22 de diciembre, una y otra vez, hasta cansarse de comprar repetidos y numerosos décimos, para celebrar con rutinaria monotonía los premios seguros. De ahí que, entre otras cosas, la felicidad es compartir, tras el aburrimiento de un afán diario que hace anodina la sorpresa y hasta común lo extraordinario. Por eso cada día suena el despertador a las 6 de la mañana para hacer repetido lo que debía ser estrenado, otra jornada distinta. Por eso el calendario pasa y no pasa, todos los días son el 22 de diciembre, repitiéndose la fecha, como en Atrapado en el tiempo, a modo de condena que dura toda la eternidad. Y por eso, claro está, le toca todos los días el Gordo, después de comprarlo por vez primera, de comprarlo infinitas veces más hasta hacerse con todos los décimos, sin que pueda revelar la razón de su fortuna, si acaso reprochar el mal tino de su primera exnovia, que lo tuvo por gafe. Ni aparecer desbordado de júbilo y pletórico cuando el azar sí que es genuino y sorprende con su beneficio mayúsculo. "Llámalo presentimiento, llámalo intuición", así se manifiesta, sin arrebatos, como si explicara una suerte fortuita pero no exultante. La que sí sorprende a su clienta apretada y en apuros, que rompe de dicha cuando una suerte segura se hace suerte sobrevenida.

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