Café de la muerte

En una tertulia de café pueden estimarse dispares asuntos de ultratumba ante la inexcusable evidencia de la mortalidad

Si uno supiera, a ciencia cierta, que mañana va morir, ¿qué cosas haría hoy? Para encontrar más llevadera y hasta atractiva la disquisición postrera, no parece mal modo el de una tertulia en un café de la muerte. Así, lo han leído bien, porque un sociólogo, en Suiza, tuvo la ocurrencia de organizar veladas en las que pudieran plantearse cuestiones como la que, acaso con otra ocurrencia, se ha apuntado al principio. La idea se extendió y en otros países también se adhirieron cafeterías dispuestas a dar rienda suelta a los asuntos de ultratumba, dada la inexcusable evidencia de la mortalidad. No se trata, entonces, de una iniciativa terapéutica sino más bien humanista y filosófica, e incluso comercial por el reclamo que puede acrecentar la concurrencia. Si bien, una patología, la tanatofobia, el miedo extremo, exacerbado y constante ante la muerte -principalmente, la propia-, acaso se aliviaría con un cafelito bien negro y a propósito. Los terapeutas que la tratan procuran, sobre todo, que los afectados centren la mente en el presente y dejen de anticipar permanentemente el final. Llama la atención, sin embargo, el uso de técnicas de realidad virtual que pretenden remediar el trastorno poniendo a estos fóbicos ante un cuerpo virtual, que es el suyo real, de manera que intenten salir de su propio cuerpo, se observen desde arriba, tengan una experiencia artificial -por virtual- de viaje fuera del cuerpo y mejoren, ahí está la cuestión más destacada, por la sensación de supervivencia más allá del cuerpo físico.

Pero como se empezaba por el café de la muerte, menos novelera y más asentada es la iniciativa del club de lectura, para la que el café también resulta adecuado, y disfrutar de buenos ratos, en este particular caso, con Las intermitencias de la muerte, de Saramago. Porque su argumento es otra buena muestra de la genialidad y de las relevantes dialécticas -aquí, lo efímero y lo eterno- que ocupan a tan gran escritor. La muerte ha decidido que la gente deje de morir -queda sin razón la tanatofobía-. Pero la vejez eterna resulta insufrible y patológica, además de un problema social, de salud pública, ingobernable. Hasta que de nuevo se instaura la muerte pero anunciándose una semana antes a quienes van a morir, con una carta en sobre de color violeta, para que preparen y anticipen en esos días -y no de continuo, como los fóbicos- su final. Estas cartas, claro está, generan el caos, sin que sea posible matar a la mensajera. Con lo bien que empezaba la novela: "Al día siguiente no murió nadie".

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