Cáncer

Hay recompensas que nunca se encontraron antes de que el cáncer pusiera el antes y el después de anunciarse

Hay palabras que asustan y, por eso, se evitan. Como si no mencionándolas quedara más lejos el infortunio o esas resoluciones del azar, de la mala suerte, del estar para uno, con que suele ponerse nombre a las desgracias repartidas en la lotería de los contratiempos. Aunque las razones no solo o no siempre sean producto del mal fario, del torcido sino, ya que la prevención y el cuidado evitan y remedian si se adoptan como hábitos. El cáncer es una enfermedad señalada por el miedo y el desconcierto, cuando lo que comenzó siendo una molestia algo extraña, una inflamación sospechosa por inhabitual, un cansancio inexplicado alteran las valiosísimas rutinas a las que tan poca importancia se atribuye hasta su precipitada pérdida. Que cuente el cáncer con su día mundial, cada 4 de febrero, como el pasado martes, es propio de esas causas que reúnen decididos empeños por atenuar y reducir sus efectos, aunque la lucha esté abierta, se reiteren expectativas, se anuncien avances, se desarrollen ensayos clínicos y se pronostiquen victorias nunca mejor dicho saludables. Entre tanto, porque la enfermedad se resiste, afrontar un cáncer es una experiencia en muchos casos transformadora, sin que con ello se pretenda hacer ese balance del no hay mal que por bien no venga.

Como, generalmente, padecerlo en estados avanzados trae de suyo una cuenta atrás, tras el veredicto de las analíticas y las pruebas y el juicio clínico de los médicos, en primer término ha de afrontarse el modo de aceptar -peor, aunque compresible, es rechazarla- la alterada realidad. Sea llevándose para dentro la angustia, a fin de preservar de ella a otros, o con la resuelta disposición, desde el principio, de pelear contra los pronósticos porque, por eso mismo, nunca son una certeza. De cualquier modo, confirmado el diagnóstico, la vida de quien lo recibe tiene un antes y un después, sin que necesariamente este último resulte menos propicio. De la capacidad de adaptación de los mortales en situaciones extremas se sabe bien, así como en descalabros dígase más cotidianos por probables. Y cuando al plazo siempre incierto de la vida le cabe un cálculo un tanto más previsto, el ánimo, las disposiciones, el entendimiento y la voluntad de quien ha de administrar ese tiempo cambian significativamente. Ya por el abatimiento -no se oculte este efecto- pero asimismo ante la firme decisión de apurar el regalo de cada día como una recompensa que nunca se encontró antes de que el cáncer pusiera el antes y el después.

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