Cervantes

El divino manco reinventó, sin atender a la caprichosa restricción del linaje, el concepto de hidalguía

El Quijote es una fiesta y sólo por haberlo escrito merecería Cervantes la gratitud eterna de la humanidad, que con razón le ha rendido honores desde que los románticos, aun llevando el agua a su molino, difundieron por el ancho mundo las enseñanzas de la primera y más grande novela moderna, de la que provienen todas las que desde entonces llevan siglos intentando recrear los azares, los gozos o los quebrantos de las gentes que viven locas y mueren cuerdas o a la inversa, pues nunca se sabe dónde está, si es que existe, la frontera, ni si cierta forma de desvarío -la que proviene del deseo, ciertamente temerario, de transformar la realidad grisácea en un universo de maravillosas posibilidades- no es acaso preferible a la aceptación resignada. No son necesarias las efemérides para honrar la memoria del fabulador que reinventó, sin atender a la caprichosa restricción del linaje, el concepto de hidalguía, asociado para siempre a lo que nuestros mayores, más modestos pero menos acomplejados, llamaban el alma española. Todos los escribidores, así los artistas excelsos como los ínfimos juntaletras, estamos en deuda con el limpio castellano de Cervantes, que aplicado a contar las aventuras y desventuras de sus protagonistas -porque el bendito Sancho lo es tanto como Quijano y porque ambos, mimetizados, reflejan por igual la grandeza del genio- dio su fruto en mil perdurables lecciones, contenidas en una verdadera biblia o libro de libros que comprende, cifra o anuncia otros muchos, incluyendo los que aún no han sido escritos. Al margen de su talento para representar los sueños y los desengaños, el divino manco habría encarnado, por lo poco de él que saben sus biógrafos, no un modelo de virtudes, pues consta que su carácter no carecía de debilidades, pero sí el alto tipo que podríamos llamar del pobre hombre o del buen hombre, que vienen a ser lo mismo. La vida le puso a don Miguel pruebas muy duras: tumbos, prisiones, escaramuzas literarias o de las otras, pero acaso aprendiera de ellas la falta de afectación, el regocijante humor y la profunda humanidad que distinguen su discurso. Duchábamos el otro día el busto renegrido que estuvo en casa del abuelo y tenemos ahora delante, mientras escribimos estas líneas y tantas otras palabras volanderas, con el mismo dulce afecto que empleamos a la hora de bañar a los bebés o de cambiarle los pañales al anciano desvalido. No tiene la escultura el enojoso rictus de los prohombres ni emana de su noble perfil solemnidad ninguna. Unos libros amontonados le sirven de peana y algunos días se diría que guiña el ojo, como diciendo, no te afanes tanto, compañero, que es para nada.

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