Del lío de las hipotecas, tan de actualidad, me asombra que todo el mundo parezca enfrascarse en el quién y casi nadie en el porqué. Me explico: mucho más importante que cuestionarse si el pagador ha de ser el banco o el cliente, sería, entiendo, el reflexionar sobre la propia pertinencia del impuesto, un invento socialista que, desde 1993, viene encareciendo una operación vital para buena parte de los ciudadanos. Y es que el cinismo exhibido en este asunto por la clase política española ha alcanzado cotas notables: ella genera el conflicto; durante 25 años no hay partido que mueva un músculo; tampoco ninguno lleva jamás una línea en sus programas que plantee modificar nada; y cuando a los jueces les da por innovar (que ya les vale también a sus señorías el desahogo con el que derogan normas, dinamitan la seguridad jurídica, suplantan al legislador y, de paso, se vengan de viejas afrentas), todos se agarran a la causa populista de lapidar a las perversas entidades financieras.

Pero, vamos a ver, ¿por qué cuando se constituye una garantía hipotecaria, a la que, para nacer, la propia ley exige escritura pública e inscripción en el registro, hay que abonar un impuesto? El fundamento no puede ser muy sólido cuando se establece una larga lista de exenciones y, al tiempo, el tipo oscila según la voracidad de cada comunidad autónoma. Miren, aun no siendo experto, me malicio que engrosa el creciente número de atracos oficiales, a mayor gloria de una Administración que no muestra el menor rubor en exprimir a sus administrados.

Produce vergüenza ajena que el presidente Sánchez vuelva a mentirnos descaradamente. ¿Qué nunca más van a pagar los prestatarios? Eso no se lo cree ni él. Sigo: ¿tiene sentido que el líder de la oposición proponga ahora la supresión de tal gravamen? ¿No ha tenido ocasión el PP, en dos décadas largas, de caerse del caballo? ¿No la tiene todavía en aquellas autonomías que regenta? Otro tanto ocurre con Podemos: el sistema es deleznable, aunque allí donde gobierna ni impide ni suaviza el expolio. Ciudadanos, al cabo, hasta hoy no había dicho ni mú.

No, en este caso los bancos no son los malos. Los canallas son los políticos que, levantada la liebre de su codicia recaudatoria, demagogos hasta la náusea, se rasgan las vestiduras, demonizan lo que desde siempre bendijeron y acaban -¡manda huevos!- escapándose vivos de una injusticia creada, consentida y perpetuada sólo por ellos.

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