Claro que existen los Reyes Magos

Hace unos días oí al burdo presidente Trump intentar ridiculizar a un niño de siete años, él ridículo lo hizo él

Hace unos días oí al burdo presidente Trump intentar ridiculizar a un niño de siete años, por creer en entelequias como los Reyes Magos. Pero el ridículo quizá lo hizo él, porque, ¡claro que existen! Miren, se les cita en la Biblia y en todos los diccionarios cultos, además de que en la historia se les ha dedicado incontables obras de arte que exhiben los museos más afamados del orbe. Y no hay falacia ni posverdad extravagante, que pueda mantenerse decenas de siglos en el acervo cultural de las civilizaciones, de no estar forjada con la misma materia con la que se tejen los ideales humanos más genuinos. Y es justamente esa idealización colectiva la que explica que su existencia mágica no sea menos seria, ni menos efectiva, que la del dinero, los calendarios y sus nocheviejas, la literatura, la justicia o las naciones por las que se suele morir o matar. Una existencia que no es ajena al poderío propio de los sueños entre los que, como advertía Calderón, transitan las vidas aun siendo solo eso, sueños. Y a partir de ahí, pues, ¿alguno negará que las mentes, todas las mentes humanas, incluso las de los más sabios, no están pobladas sino de creencias y seres imaginarios? ¿O quién refutará, quién, que fue la prístina imaginación del sapiens, y no alguna suerte de inteligencia biológica que aún no teníamos, la que nos liberó de nuestra brutal naturaleza para humanizarnos? ¿O que, en las tinieblas existenciales entre las que sobrevivimos, acaso no sea sino la imaginación la única luz que nos regala consuelo y nos pueda alumbrar recursos, cuando falla todo lo demás? Díganme, por tanto ?eso sí, dígalo quien pueda argüirlo y quien no, calle y reflexione (que no será el caso, ya lo sé, de Trump)?, qué sería de la vida, ay, si no accediéramos ocasionalmente a esa belleza utópica de los mitos que nuestros sentimientos y mentes absorben como el néctar saciante o el vino que embriaga al saborearlo, aunque luego, alguna vez, nos dejen algo de resaca y abundante orina. Ya sabemos que todo ese apego a los sueños acabará algún día. Por supuesto. Lo hará en ese tiempo en que los necios como Trump logren imponernos al resto, sus decrépitos dogmas capitalistas; o cuando la neurociencia fagocite la imaginación popular, sustituyéndola por un oscuro cosmos de energía biorrobótica que nada entienda de sonrisas infantiles ni del vibrante cariño con el que acogemos, sus adeptos, a los Reyes Magos.

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