Hace más de ochenta años, el partido nazi lanzó una pancarta publicitaria que decía "una persona con discapacidad cuesta a los contribuyentes 60000 marcos alemanes". Pocos años después, estalló la segunda guerra mundial. Acabada la guerra, parecía que la Sociedad de las Naciones, posteriormente Naciones Unidas, al igual que otros organismos supranacionales, como el Benelux, después Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, no iban a permitir que aquello volviera a suceder. Vinieron el Plan Marshall, la sociedad del bienestar, la declaración universal de derechos humanos y la promesa firme de que aquello no se volvería a repetir. Sin embargo, un partido supuestamente democrático, teóricamente pensando en el bien común, lanza en los últimos días el siguiente mensaje: "un mena cuesta 4700 euros al mes, tu abuela, 426 euros de pensión al mes".

Qué fácil resulta para los fascismos utilizar los ambientes enrarecidos e indignados, los tiempos difíciles, para obtener rédito político. Su estrategia siempre es la misma: cosificar, hacer ver que hay "otros" que ni siquiera pueden ser calificados como personas, que no merecen nuestra atención, en absoluto. Desde esta humilde columna propongo firmemente dejar de utilizar la palabra MENA (siglas de Menor Extranjero No Acompañado), ya que se ha pervertido de tal manera, que pareciera que no son niños. A un niño no lo dejaríamos nunca tirado en la calle. Faltaría más. Somos católicos. Quienes hablan así de los menas se parten el pecho rezando a Dios cada domingo y proclamando que hay que amar al prójimo como a sí mismo… Solo que el mena es eso: un mena. No es un niño, no es el prójimo, es un delincuente que viene a aprovecharse de nosotros y hacer todo tipo de barbaridades.

Después de muchos años de profesión docente, uno llega a la conclusión de que la formación académica no lo es todo. El conocimiento en sí mismo no sirve para nada si no le acompaña la ética. Recordemos que los alemanes podían estar enviando niños al crematorio mientras escuchaban la mejor música clásica, la más delicada y elevada, a la vez que colgaban los cuadros expoliados más valiosos en sus hogares. El fin nunca justifica los medios. Hay límites para todo, también para conseguir llegar al poder. Si lo que aprendemos y lo que hacemos no va acompañado de su correspondiente reflexión ética, no sirve para nada, salvo para autodestruirnos.

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