Lo relatan Mateo (27, 46) y Marcos (15, 34): a la hora nona, Jesús exclamó con voz potente: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". A lo largo de los siglos, estas palabras han llevado a los cristianos de todas las épocas a preguntarse cómo podría Dios abandonar a su Hijo. Hay, además, quien, a partir de tan turbadora y aparente paradoja, intenta adentrarse en el abismo del alma anonadada de Cristo y comprender el misterio de su persona. Sin embargo, esa averiguación psico-teológica, amén de imposible, olvida un dato de singular relevancia: en el trance de su desolación infinita, lo que Jesús realmente hace es pronunciar la primera frase del Salmo 22. Sintiéndose exánime, Cristo reza. Y no una oración cualquiera. El Salmo que recita es el gran Salmo del Israel afligido. Como observa Ratzinger, con él, más allá de la propia peripecia, eleva al corazón del Padre el desgarro de un mundo que demasiadas veces experimenta la ausencia de Dios, su silencio. "Se identifica -precisa- con el Israel dolorido, con la humanidad que sufre a causa de la oscuridad de Dios, asume en sí su clamor, su tormento […] y, al mismo tiempo, los transforma".

No cabe ignorar que el Salmo elegido no es un lamento yermo. Muy al contrario, en sus versículos acaba triunfando la absoluta certeza de que el ruego será escuchado. Sólo desde tal perspectiva podemos acercarnos a ese "por qué" que Jesús lanza al Cielo. Oyéndoselo, aprendemos que nosotros también podemos formularlo, pero con la misma disposición de abandono filial de la que Cristo es maestro y modelo. Indica Juan Pablo II que "en el por qué de Jesús no hay ningún sentimiento o resentimiento que lleve a la rebelión o que induzca a la desesperación; no hay sombra de reproche dirigido al Padre", sino que es la expresión de la experiencia de fragilidad aceptada por Él en nuestro lugar.

Ahora sí tenemos todos los elementos de juicio: Cristo se nos hermana en el desamparo y, enseñándonos, comienza a desgranar una plegaria de fe perenne y de salvación prometida. En el desierto de la Cruz, que aúna y hace suyos tantos otros desiertos, destrozado y humillado, Jesús ora, no se separa de la voluntad del Padre y sigue pensando en la salvación que, por Él, alcanzará a todos. Su "por qué" de negrura insondable termina señalando un camino de luz. Ése que para nosotros, si permanecemos en constante y sincero diálogo con Dios, queda perpetua y gozosamente abierto.

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