A Son de Mar

Inmaculada Urán/javier fornieles

Democracia y Constitución

Una democracia se basa en el respeto de los ciudadanos. Por esto, lo primero que debe hacer es respetarse a sí misma

V IVIR en una democracia es, sin duda, un lujo. Con todas sus deficiencias, ofrece la única posibilidad de resolver los conflictos de forma civilizada. Pero genera una falsa sensación de seguridad en quienes disfrutan de ella. Los ciudadanos tienen la impresión de vivir en una fortaleza y que el peligro reside en los bárbaros del exterior. No es así. El peligro surge dentro de sus muros, por la desidia que genera la complacencia. Si Venezuela se encuentra hoy en una situación desesperada, no es solo por la acción de Chávez y de Maduro. La ruina la sembró la propia democracia cuando quitó importancia al golpe de estado que dio Chávez y se apresuró a sacarlo de la cárcel. Una democracia se basa en el respeto de los ciudadanos. Por esto, lo primero que debe hacer es respetarse a sí misma. Educar a los ciudadanos, establecer acuerdos entre ellos resulta imprescindible, pero una democracia debe dejar claro sus límites. En Europa no va a producirse un golpe de estado. Pero sí hay señales de que ese respeto imprescindible se pierde por momentos. Vivimos en unos países que nada saben de lo que ocurre en las instituciones europeas. Peor aún, el ciudadano percibe que se desafía el sentido común al permitir que un estado que deja la Unión Europea vuelva a participar dentro de ella con un buen número de parlamentarios. Comprueba las diferencias cada vez mayores entre países que están dentro y se pregunta qué intereses comunes puede haber, cómo se puede legislar en esas condiciones con una cierta equidad.

Y lo mismo ocurre dentro de cada país. Observamos cómo los gobiernos no cumplen las normas legales establecidas. Nos enteramos de que se multa a una persona por rotular en castellano. O vemos que los diputados, en vez de dar ejemplo, se comportan como adolescentes y se toman a broma el acatamiento de la propia Constitución. En 1978, pensábamos que estaba claro. Se renunciaba a una parte de nuestras aspiraciones. A cambio, se establecían unas normas y unos derechos aprobados por una sólida mayoría y que, por eso mismo, había que defender activamente y con cierto orgullo. Nunca creímos que se trataba de redactar un papelito interpretable a voluntad ni que a algunos -justo los que más se quejaban- se les iba a permitir actuar en la cuestión lingüística, por ejemplo, como el franquismo en los años 50. Vivir en democracia es un lujo, sí; y también una responsabilidad.

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