Si el domingo pasado clamaba por que el alfabetizado del siglo XXI, más allá del saber leer y escribir, debía desarrollar su mente para recrear sus criterios vitales, hoy alargaré el lamento al extravío de la tan popular como poco analizada democracia, reconvertida en mera superstición pública, y abogar en su defensa como el sistema más digno de esa idealización colaborativa de la vida en común, pero siempre que, como dice la ONU, sea sustantiva y significativa. Porque, en la práctica, aún le quedan sesgos de aquel sistema político, que germinó en la Atenas de Pericles y se aristocratizó en la Roma clásica, donde la gente carecía de iniciativa y solo podía votar lo que los ricos le proponían. Algo hemos avanzado, pero no tanto, ¿no? Y si formalmente, hoy, un 70% de humanos vivimos en democracia, cuando hace un siglo apenas lo hacían un 20%, sus enemigos siguen siendo formidables: desde las teocracias islámicas al capitalismo autoritario, ruso/chino, pasando por la degradación del término, incrustado en la fantasía apelativa de tanta dictadura autodenominada «República Democrática de..». Y en el resto de países en los que, por el control sobre el ejecutivo y el respeto legal a las libertades civiles, merecen fama de legitimidad democrática, su mayor fragilidad acaso derive tanto de la inepcia secular de los partidos para seleccionar la elite gobernante, como del patético desinterés ciudadano a la participación, activa y cívica o en la deliberación de los asuntos públicos. Una apatía crónica, que se traduce en lealtad irreflexiva, casi atávica, a unas siglas u otras solo por hábito o tradición familiar. Factores que tientan a los políticos a prescindir de argumentos y a usar eslóganes manipulativos de las empatías, convirtiendo las campañas electorales, (hoy perennes, haya elecciones o no) en un arte de magia potagia: anuncio una promesa por aquí, otra golosa oferta por allá, o sea, puro ilusionismo guisado al fuego vigoroso del lobby financiero implicado o incluso del Estado y sus ingentes recursos de propaganda mediática y, ¡ale hop!, sale de las urnas un gobierno/conejo, tan ostentoso como inane. Para desespero del ciudadano reflexivo, que despotrica(mos) de la frivolidad de tales mayorías de ocasión. Un gobierno que, como todo conejo de trapo, acaba luego frustrando al personal por el abismo (tipo brexit abisal, incluido) entre lo prometido y lo real. Y vuelta a empezar.

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