República de las Letras

Día del libro

Aquel tomo, muy frecuente en librerías de viejo, de Ramón Sopena, 1954, lo conservo como una joya

Pasado mañana, jueves, 23 de abril, es el Día del Libro, establecido internacionalmente en esa fecha por ser el aniversario de las muertes, en el año 1616, de Cervantes y Shakespeare, y también del Inca Garcilaso. Leí el Quijote con once años. Sí, once. Entero. Incluso leí después el de Avellaneda, esa caricatura genial del genial estereotipo creado por Cervantes que impulsó a éste a publicar su propia segunda parte para combatir la popularidad lograda por el impostor a su costa. Manejé entonces ediciones completas, nada que ver con las excelentes -o no- adaptaciones para niños de hoy, aunque el impulso de acometer tamañas lecturas en aquella época tan temprana de mi vida siempre lo he relacionado con un álbum de estampas sobre el Quijote que mi madre, a su vez, había coleccionado de niña -salían en tabletas de chocolate- y que nos sacaba de un lugar ignoto de su armario ropero cuando nos poníamos malos, yo, concretamente, cuando contraje el sarampión -si bien la enfermedad solo me retuvo en cama un par días y el resto de ella lo pasé triscando como solía por entre los montones de escombros y los matojos de las Ramblas de Amatisteros y de Belén, escenarios idílicos de mis años infantiles-. Y se ve que el recuerdo de aquellas ilustraciones a todo color permaneció en mi memoria e hizo que cierto día de primavera, quizá incluso por estas mismas fechas, me acordara de aquel tomo del Quijote que mi padre compró una vez en la Cuesta Moyano de Madrid y trajo junto a otros artículos que adquirió en el Rastro: una cámara de fotos -con la que también me inicié en la fotografía con la guía y las enseñanzas de aquel excelente profesor que tuve en el Instituto Masculino, don José María Artero, en sesiones extraescolares de sábado- y una máquina de escribir con la que aprendí, ya en los setenta, los secretos de la mecanografía, algo muy útil en la vida y que nunca ya se olvida, como montar en bicicleta, tocar la guitarra o nadar. Aquel tomo, muy frecuente en librerías de viejo, de la editorial Ramón Sopena, año 1954, es -porque lo conservo, forrado y protegido- una joya para mí. Creo… no sé…, quizá aproveche este jodido confinamiento para releerlo mientras escucho los chirridos nupciales de los vencejos y los gorriones cuando pasan rozando mi balcón y evoco con nostalgia el caminito que lleva a los Pinos de Lucas, ahora, seguramente, florido, tranquilo, poético, infantil.

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