Hace unos días y en estas mismas páginas, aludía Gregorio Luri a lo que llaman el esnobismo inverso, esto es, al creciente complejo que a la hora de exhibir la propia excelencia, para no herir susceptibilidades ajenas, se extiende entre los individuos de nuestras sociedades. Tal denominación, que fue acuñada por Ignacio Peyró en su recomendable Pompa y circunstancia, pretende englobar esa moderna tendencia que considera de mal gusto toda manifestación personal de superioridad, sea ésta formativa, estética, intelectual o biográfica, en la medida en que incomoda a quien no la posee y atenta contra el igualitarismo.

En realidad, no es un fenómeno nuevo. En 1964, Mary McCarthy escribía lo que sigue a Hannah Arendt: "Me da la impresión, quizá subjetivamente, de que el gusano de la igualdad […] está dejando de lado las diferencias de clase entre lo sano y lo insano, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo".

Eran los inicios de un desastre, el de los excesos del igualitarismo, que está condicionando nuestra vida privada, social y política. Ya nadie osaría reconocerse como integrante de una élite. Conceptos como el de autoridad o el precitado de excelencia se arrinconan por rancios y dañinos. Las jerarquías buscan vulgarizarse para ganar de este modo una gris legitimidad. En las escuelas importa mucho más no frustrar al alumno que indicarle sus carencias, ignorancias o errores. Como también señala Luri, "la demanda de igualdad ha sustituido en el ranking de valores a la antigua demanda de virtud".

Semejante dislate, que provoca ejemplos como el de poder superar estudios sin los conocimientos indispensables o el de limitar el número de goles por el que un equipo de fútbol infantil puede vencer a otro, nace, creo, de una extraña mutación de la idea de igualdad: la clásica igualdad de derechos y de oportunidades se ha convertido en la exigencia de un igual derecho a ser diferente. Cada cual es como es y reclama idéntico mérito que el de los demás para sus actitudes, talentos, déficits y extravagancias. Destruidos los modelos, anatemizado el esfuerzo, emparejadas las éticas y opacados los brillos sobresalientes, la sociedad igualitaria prohíbe la comparación y nos aúna en una insulsa sopa que admite, equipara y ensalza todo ingrediente.

¿Durará? Pues a saber. Pero para mí tengo que se trata de una de las ocurrencias más empobrecedoras, alienantes, antinaturales y estúpidas que ha conocido la historia.

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