Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

España, en estado de Alarma comunicativa

Para mayor desesperanza, se nos van yendo las pocas voces inspiradoras en las que mirarnos

C OMO si el rock social y militante de The Clash se hubiera hecho realidad, estos días han ardido las calles de varias ciudades españolas tras el encarcelamiento de Hasél. Prefiero no discutir sus letras. He de reconocer que no me seducen demasiado. Por otra parte, es evidente que esas letras y la figura de su autor han trascendido con mucho lo meramente musical. Y en ese sentido sí que desearía comentar dos cuestiones, íntimamente vinculadas a la comunicación. Una, en España se ha registrado un ostensible retroceso de la libertad de expresión, que no consiste en escuchar lo que a cada cual le gusta, sino en tolerar lo que no le gusta. Pertenezco a la generación que vio crecer a La Polla Records, entre cuyos fans mi incluí de inmediato. Destriparon en sus letras todo lo que se les puso por medio. Nunca entraron en la cárcel por ello. Solo en 2018 la Guardia Civil identificó a Evaristo, su cantante, por supuestos insultos a la policía. Dos, la gente -y en especial los jóvenes- están hartándose seriamente de las mordazas asimétricas que atenazan solo a media España desde 2015. Hay impunidad, o inopinada condescendencia, para otras dentelladas comunicativas, tan o más gravosas que los textos de Hasél. Parece que no son acreedores de ellas los militares que recomiendan ejecutar a medio país, los adolescentes falangistas que exaltan el nazismo y hacen gala de antisemitismo, las formaciones políticas cuando avisan de que tendrán que volver a fusilar o los aristócratas que se han pasado décadas mintiendo a propios y a extraños. El listado, claro, puede ser prolijamente ampliado, pero no es cuestión de recrearse en los ejemplos. Basta para ilustrar cómo España se ha convertido en una selva comunicativa, con el inquietante matiz de que ella hay depredadores y presas, desde la aquiescencia del estado. Para mayor desesperanza, se nos van yendo las pocas voces inspiradoras en las que mirarnos. Esta semana moría Joan Margarit, poeta intenso, profundo, enorme. Encarnó un símbolo que, por desgracia, parece cada vez más lejano. Margarit fue un excelso poeta bilingüe, en catalán y en castellano. No solo eso, sino que ejerció como traductor de sus propios textos, una operación solo al alcance de los elegidos, máxime en los siempre complejos ámbitos de la poesía. El dominio de dos lenguas no le originó ni traumas ni conflictos. Muy al contrario, lo puso al servicio de uno de sus más nobles fines: crear belleza.

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