Felicidad nacional

Un anodino estado de felicidad normalizada puede hacer de la infelicidad una reacción contestataria

H AY tantos "Días de…" -estrafalarios unos, más oportunos otros- que su acumulación acabará convirtiéndose en un santoral de causas más o menos mundanas. La de la felicidad no es menor y el miércoles pasado se celebró su día. Quizás ser feliz no resulte sino un guiño momentáneo -ser feliz por un día- porque la alegría, directamente emparentada con la felicidad, es más esquiva que ordinaria, incluso para quienes siempre tienen en su rostro la mueca de la sonrisa. El caso es que la ONU, bien dada a causas y efemérides singulares, adoptó el pasado año 2013 la decisión de celebrar el Día Internacional de la Felicidad cada 20 de marzo. La iniciativa partió del singular Reino de Bután, recóndito y encaramado en el Himalaya, que hace de la felicidad, ahí es nada, una "magnitud macroeconómica" -de entre esas referencias casi siempre infelices, contradicción aparte- La felicidad, entonces, es un parámetro alternativo -otro despropósito de denominación-, toda vez que importa más la Felicidad Nacional Bruta que el Producto Interior Bruto. Si bien, el conque está en el modo de medir la dichosa felicidad. Porque el Reino de Bután no figura de ningún modo destacado en dos índices que ya se tienen para medir el bienestar feliz -no debe confundirse con la felicidad genuina-. Es el caso del Informe de Felicidad Mundial y del Índice de Planeta Feliz, como si solo tuviera entidad y pudiera atribuirse importancia o distinción a lo que pude medirse… y crece. Aunque, para conseguir que la Felicidad Nacional Bruta sea boyante, Bután controle el turismo y le aplique tasas de desarrollo sostenible, proteja los espacios naturales, que ocupan casi la mitad de la extensión del país, y fomente prácticas budistas propicias para la felicidad, establecer un índice nacional de la misma debe tener efectos algo perniciosos. Uno es el de nacionalizar la felicidad, tomada como asunto de estado, como objeto estratégico y, por esto mismo, privado de la espontaneidad, de esa chispa repentina con la que brota la felicidad por razones no buscadas, ni esperadas, pero sí vividas, aunque sea en efímeros momentos. Ya que, y este es un segundo efecto, la felicidad nacionalizada, hecha índice que mantener o incrementar, puede llevar a un anodino estado de felicidad normalizada, donde la rebeldía se alíe precisamente con la infelicidad como reacción contestataria, domeñada la felicidad esquiva, su dicha fugaz, por todo un propósito nacional.

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