Carta del Director/Luz de cobre

Felicidad plena, llegan los turistas

Y debemos sentirnos bien por ello ¡qué demonios! Han sido muchos meses de abrazos rotos y abrazos a distancia

Cuánto hemos echado de menos a los turistas. Un año de pandemia ha dejado muy clara nuestra dependencia de un sector más volátil que la agricultura. Y miren que ésta lo es. Una granizada, una helada, una nevada, una calima a destiempo y así hasta el infinito y más allá pueden dar al traste con una cosecha. Pues en turismo, más.

Cuando vivíamos e n ese mundo parecido a jauja que era nuestra cotidianidad allá por 2019, -parece que ha pasado una eternidad-, llegamos a ser tan ilusos, casi iluminados diría yo, que la sociedad española o la italiana, por ejemplo, se planteaban reducir el número de turistas en sus calles, en sus plazas, en sus hoteles, en sus monumentos. Tan saciados estábamos de egocentrismo, -posiblemente también nos sobraban los euros-, que quisimos poner coto a todo aquello que significara o significase la alteración de nuestra añorada normalidad. Nos molestaba casi todo lo que los turistas traían, excepto claro está, sus divisas.

A tal grado había llegado nuestra exclusividad que éramos capaces de distinguir por clases sociales los clientes que nos visitaban. Especímenes de escasa monta y menor cartera, empezaron a ser considerados casi non gratos, en ese mundo artificial alcanzado. En esa hipérbole, no es otra cosa, que dibujamos en papel inglés de diez libras el folio, casi albergábamos la esperanza de que quienes nos visitasen, a ser posible, sólo fuera un viaje mental, no salieran de sus países de origen, pero que la riqueza se quedase entre nosotros.

Pues bien, un año después nadie se acuerda del grado de idiotización que alcanzamos y ahora acudimos con fanfarria y alfombra roja a recibir el maná de los visitantes. Las puertas de los hoteles se abren, los aeropuertos cobran vida, los vuelos se multiplican y las terrazas de los bares sonríen en la misma medida que las cajas registradoras vuelven a sonar a música celestial con el efectivo y las propinas.

La felicidad de la normalidad se ha apoderado de todos nosotros. Parece, sólo parece, que el coronavirus forma parte del pasado y la inmunidad tan ansiada se adelanta días y días, en la misma medida que quienes nos gobiernan se frotan las manos buscando el rédito de lo conseguido.

Y debemos sentirnos bien por ello, ¡qué demonios!. Han sido tantos los meses de lágrimas agrias por el dolor; de abrazos a larga distancia por el miedo; de tristeza envuelta en el papel celofán del 'ya queda menos', que cualquier exceso que ahora se sucede ha de entenderse como la liberación de la fiera que llevamos dentro y que estuvo retenida y engordando más tiempo del que un ser humano es capaz de soportar.

Playas, sol, terrazas, monumentos, actividades para entretener hasta para los más recogidos y serios nos esperan por doquier. Aprovechémoslas porque no sabemos que sucederá mañana. Vivan.

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