Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Feliz odio en navidad

En la escuela, en la oficina, en el bar, en el partido, y hasta en la familia, cogemos a uno y lo trinchamos como al pavo

Cuánto del día dedicamos a hablar (mal) de alguien, de otro? ¿Qué hace o qué tiene esa persona para que otras dos o incluso un corrillo de cuatro o cinco -ahora amplificado en las redes sociales- estén volcadas en hablar (mal) de ella? ¿Dónde radica el poder de atracción del otro para que el grupo no tenga más tema de charla que ese individuo que es tan normal -o vulgar- como los que están largando de él? Lejos de pasar desapercibido, ignorado, se erige en protagonista ausente de una tertulia. ¿Será verdad eso que dicen, que a alguien le pitan los oídos cuando hablan de él? La situación se repite una jornada tras otra. El objeto de conversación se impone un día más en la reunión como asunto central. ¿Qué ha hecho hoy? Nada. Pero alguien lo saca a colación y se habla sobre él. Es recurrente. ¿No hay de qué hablar? En absoluto: está ése, o ésa. A por él. Y de repente brota la expresión. "Lo odio". Con cuánta ligereza se dice esto. Odiar es barato. Aunque tiene una factura corrosiva, silenciosa, muy cara, que el odiador paga sin saberlo cada mañana al despertar. Lo nota en cierto ardor en los intestinos. Y nunca salda la deuda. Debe sospecharlo al verse en el espejo tras pasar las de Caín sentado en la letrina (donde ya ha empezado a odiar). La roncha va creciendo día a día, una grieta que lo raja por dentro cada vez más. Cree conocer al odiado, pero es mentira. No le hace falta. Puede que tenga información -casi siempre sesgada, o hecha a su medida para nutrir y justificar su oscura aversión- acerca de algún que otro detalle de la persona que, sin saberlo, le causa tan fatal estreñimiento. Al mismo tiempo crea noticias falsas e inventa sobre ella para compartir su odio, encontrar aliados y así no odiar solo. Odiar acompañado reparte esa factura negra, se va a escote con el odio y así la bilis se distribuye y no se aspira el azufre en soledad. Practicado de forma colectiva, el odio propicia placer, un fugaz calorcito sádico. Al menos entre los comunes. Los normales, nos decimos. Son una excepción esos lobos solitarios, los psicópatas, que lo ejercen contra su víctima sin más ayuda que la de sus neuronas abrasadas y su corazón de hielo y ni sienten ni padecen. Los demás, en la escuela, en la oficina, en el bar, en el partido, en la hermandad, y hasta en la familia, salivamos en manada con nuestro odio normal: cogemos a uno, lo trinchamos como al pavo en navidad y nos repartimos sus pedazos. Después nos deseamos felices fiestas y otro próspero año nuevo.

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