Filisteos

El llamado mundo de la cultura reclama una atención que no merecen quienes se conducen como borregos

Revisando las carpetas de apuntes de la Facultad, de los que apenas conservaremos algunas hojas especialmente evocadoras, textos originales griegos o latinos, anuncios de la revista de cuando entonces, mapas dialectales del Egeo, pecios ideológicos y restos de aventuras galantes u otros fetiches del tiempo viejo, reencontramos la relación, anotada en las aulas de los primeros noventa, donde los cronistas de Ramsés III transcribieron los nombres de los misteriosos pueblos del mar. Procedentes del mediterráneo oriental y llegados a Egipto por la época en que los aqueos saquearon la ciudad de Troya, su identidad sigue siendo un enigma para los historiadores de la Antigüedad, que han logrado documentar la devastadora oleada asociada a su irrupción -relacionada con el colapso de las civilizaciones micénica e hitita- pero no confirmar quiénes eran exactamente. El área de influencia de los filisteos, que como los tirrenos, los sículos o los sardos habrían sido uno de aquellos pueblos, se localizó en las actuales demarcaciones de Siria, Líbano y Palestina, en cuyo nombre de raíz hebrea resuena todavía el de la pentápolis veterotestamentaria. Como la voz fenicio, empleada en un sentido despectivo -y residual pero inequívocamente antisemita- para designar la habilidad o el afán de lucro de los mercaderes, el término filisteo se contaminó por oposición a las supuestas virtudes de los vecinos. Para sus proverbiales enemigos los israelíes, que los consideraban invasores o emigrantes, los filisteos eran ajenos a la fe verdadera y como tales aparecen en la tradición bíblica de donde pasaron al imaginario popular, a través de los alegres goliardos que celebraban la embriaguez, la poesía y la música o de los románticos que arremetían contra los espíritus mezquinos, incapaces de elevarse sobre las miserias cotidianas. El estereotipo apunta a las personas vulgares o convencionales y sobre todo hostiles a la cultura, no exactamente coincidente con el representado por los beocios -otro gentilicio cargado de connotaciones negativas- sino más bien asimilable, desde la edad moderna, a los burgueses de mentalidad plana, conformista y acomodaticia. Ocurrió que esos mismos burgueses adoptaron los códigos románticos, ya devaluados o meramente decorativos, y por eso pudo hablar el joven airado Kingsley Amis -que años después se convertiría en un furibundo reaccionario- de su filisteísmo militante. Lo recordamos a veces cuando el llamado mundo de la cultura, tan vano y autocomplaciente, tan dado a la palabrería huera, reclama una atención que no merecen quienes presumiendo de puros y luchadores se conducen como borregos paniaguados.

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