Comunicación (im)pertinente

Francisco García Marcos

El Fuly

Hoy no estoy de humor para frivolidades. En realidad, no estoy de humor para casi nada, pero todavía menos para anécdotas de pelaje variable y sospechoso. Hace un tiempo que no preciso buscar ni temas ni historias. Sin saber exactamente cómo, me los encuentro por casualidad, o me los tropiezo, casi por accidente. Hoy me han venido con una postal cotidiana, una de tantos. Iba de tres críos, dos magrebíes y un vernáculo, sentados charlando en un banco. Hacia ellos se encaminan dos nacionales. Uno de los muchachos echa a correr, sin que la pareja haga el más leve amago de perseguirlo. Con los otros dos hay suficiente. Los cachean, les dan unas cuantas collejas, les rebuscan en los bolsillos. Al final le encuentran una china a uno de ellos, pero los denuncian a los dos. Al tiempo les llega la correspondiente multa, al que llevaba porros y al otro, se supone que solo por estar allí.

En otras circunstancia no me habría planteado la veracidad de la historia. Simplemente, es verosímil. Tampoco es la primera vez que escucho algo parecido. No deja de ser una de tantas leyendas urbanas, de esas que valen para cualquier lugar y casi cualquier tiempo. Pero, precisamente hoy, no estoy como para aguantar cosas de ese tipo. Me acabo de enterar de que la coca se ha llevado a El Fuly. Habré hablado un par de veces con él. Pero eso es lo de menos. Forma parte de mi cartografía emocional. Ni sé las veces que he cruzado frente a su puesto, en una esquina del aparcamiento de Aguamarga, con su generosa humanidad dentro, ni las que me he sentado junto a mi hijos en su terraza, viéndolo trajinar detrás de la barra. El Fuly ha sido una parte sustancial e idiosincrásica de nuestros veranos.

Me indigna esta otra pandemia, contumaz y asfixiante, por inagotable y silenciada, con millones de jóvenes secuestrados por las drogas, miles de dramas diarios con la connivencia de los poderes públicos, hasta con la de sus guardias que prefieren acomodarse a la facilidad de multar adolescentes sin capacidad de réplica.

El narcocapitalismo es, probablemente, la versión más descarnada de un sistema ya de por sí cimentada sobre despiadada explotación del ser humano. No voy a decir que sueño con que ejecuten a quienes propician, sostienen y se lucran con este drama humana. Uno aspira a conservar cierto decoro. Aunque, naturalmente, mis lectores pueden imaginar cuál es mi opinión sin demasiadas dificultades.

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