Gabriel Morcillo

En realidad, toda su pintura está atravesada por un sensualismo voluptuoso notable

Acaba de finalizar en Granada una importante exposición -pese a la edición de su penoso catálogo impreso- consagrada a uno de los pintores más significativos de su escuela tradicional, Gabriel Morcillo Raya. Artista singularísimo y enorme, sigue siendo, cuarenta y cinco años después de su muerte, un pintor de culto y oculto. De culto porque su obra, de enorme estatura, sigue fascinando a los amantes de la buena pintura y a los coleccionistas que se disputan sus cuadros y han hecho subir grandemente sus cotizaciones. Y oculto porque Morcillo fue un pintor realista a lo largo y ancho del siglo XX -murió en 1973-, ajeno e impermeable a las mal llamadas vanguardias históricas, y eso, ya se sabe, es un pecado que purgará eternamente. Él mismo, por voluntad propia, decidió encerrarse en su ciudad natal y desoir los cantos de sirena que le reclamaban desde los grandes centros artísticos. Prefirió su carmen del Albaicín y pintar silenciosamente, con esmero y dedicación de artesano, en un diálogo íntimo con la pintura, honesto y sin prisas. Pese a todo, gozó en vida de una admiración enorme, llegando a exponer en la Bienal de Venecia y otros grandes eventos. Morcillo creó un mundo propio y fascinante, simbolista y homoerótico, poblado de jóvenes efebos de sonrisa agria y congelada, ante telones de fondo zuloaguescos donde suele aparecer la ciudad de Granada o fingidos espacios morunos. Sus moritos son jóvenes del pueblo que se disfrazan de una forma muy poco convincente, muy teatral, y posan divertidos para el pintor. Se habla de Morcillo solo como un pintor orientalista tardío, a veces decadente, pero nada más lejos de la realidad. Su obra es un constructo personalísimo, único, que recibe influencias de todas las culturas hedonistas y vitalistas del Mediterráneo, ofreciendo una mezcla explosiva. En realidad, toda su pintura está atravesada por un sensualismo voluptuoso notable, una sensorialidad casi lujuriosa de la forma, vitalista y apasionada. Telas y joyas, carnaciones y deliciosos bodegones de frutas, todo está descrito con una nitidez y precisión de cirujano, muy dibujístico, en sucesivas capas -casi topográficas- de pintura empastada que van construyendo las formas, en texturas casi esmaltadas, como coagulaciones de la materia. La presencia de su obra en museos públicos es nula, pese a su enorme categoría. Su caso evidencia que la historia del realismo español del siglo XX está aún por escribir.

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