Granada, ciudad abierta

El mundo debe estar ahí para nosotros. Es nuestro derecho y la obligación de ellos

Alas 9 de la mañana de un sábado preinvernal una bruma cubre la ciudad de Granada vista desde la autovía a su paso por Viznar, justo al pasar el viaducto. Bruma significa solsticio de invierno y aunque quedan pocos días para el solsticio del invierno más gris, la bruma ya cubre la ciudad. Unos minutos más tarde hiela el aire el frío de la calle Pedro Antonio de Alarcón, sin restos de la noche anterior, los viandantes bien abrigados van a sus quehaceres y los escaparates muestran lo cotidiano como nuevo para el recién llegado. Lo han cerrado todo, lo han abierto casi todo, lo cerrarán después. El desayuno, las calles, los comercios, siguen siendo diferentes aunque son los mismos que habían antes. Los mismos carteles están en los mismos sitios. En una librería situada en un callejón perpendicular a Melchor Almagro atiende el mismo señor que hace treinta años y tiene los mismos libros sin vender, esperando la mano de nieve, mi mano, que los coja para comprarlos y abandonen la tienda para siempre. Justo al lado (son las diez de la mañana de un sábado) se oyen voces, se manifiestan estáticamente un grupo de personas con banderas rojas y negras, dicen que, es la única solución, (luchar, no entrar a la librería como hago yo). Cuando luchen y venzan podrán entrar a la librería, pero no entrarán, ni vencerán porque es justo al contrario. El resto de las librerías de la ciudad son las mismas que hay en todos sitios, libros interesantes, cada vez menos, arrinconados por las novedades editoriales y el escritor desconocido que firma los sábados. Quién firma hoy, Compraré dos ejemplares, para que me los firme, dice una señora. Se magnifica y coexiste el supermercado del libro, arrinconando cada vez más a las pequeñas librerías que esperan taciturnamente la jubilación para desaparecer. En una cafetería de postín, (al lado de otra que ya ha cerrado, víctima de los tiempos y plagas) cuatro jóvenes, dos chicas y dos chicos, discuten acaloradamente y durante horas sobre los problemas de género, que si el género existe, que si no existe que si se debe decir trans que si no, mientras beben cada uno la botella pequeña de agua que se han pedido para justificar la estancia y mientras cada uno teclea su ordenador portátil aprovechando la wifi del local, arreglando el mundo sin aportar lo más mínimo. El mundo debe estar ahí para nosotros. Es nuestro derecho y la obligación de ellos.

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