LOS mal llamados referendos sobre el derecho a decidir que se celebraron en 166 poblaciones catalanas el domingo pasado consiguieron el objetivo más preciado por sus organizadores: la propaganda del independentismo.

Les daba igual estar incapacitados jurídicamente para convocar la consulta, dejar votar a los inmigrantes y a los adolescentes de dieciséis años, carecer de interventores independientes para controlar que el voto fuera individual (y por una sola vez) y constatar que la participación no pasó del 30%, por debajo de la del Estatut que les parece tan insuficiente. Lo que les importaba era estar en los periódicos y telediarios de Europa con un simulacro de referéndum para un simulacro de autodeterminación de un simulacro de pueblo oprimido. Eso lo consiguieron de sobra.

El éxito les animará a plantear nuevos desafíos, extender las consultas al resto de las ciudades y pueblos y, ante la actitud de displicencia pasiva del principal partido de gobierno (el Partido de los Socialistas de Cataluña), configurar una amplia minoría chillona a favor de la independencia, que ya está sopesando en qué momento propondrá un referéndum general que pase por encima de la legalidad constitucional. Creo que el error de los no independentistas es centrarnos sólo en la pura defensa de la Constitución como dique. Si el Tribunal Constitucional echa para atrás las bases identitarias del Estatut, la cúpula de CiU y, por supuesto, ERC se saldrán de laº vía constitucional por inservible, y el referéndum será convocado para que la desafección de la que hablan hoy pueda transformarse en ruptura.

Antes de que esto ocurra lo que conviene no es negarse a ver la dimensión exacta de lo que se prepara, sino ir explicando a los ciudadanos catalanes las consecuencias de la alegre fiesta de la independencia. Hay que hablar, ya mismo, de las dificultades de Cataluña para incorporarse a una Europa poco partidaria de alterar las fronteras, los efectos negativos de la hostilidad inevitable de una España desairada por Cataluña, la escasa proyección internacional de un pequeño país de siete millones de habitantes -por desarrollado que sea-, los obstáculos para vender en un mercado español tentado de boicots y con muchas alternativas para su consumo... Me gustaría conocer qué piensan de estas cosas los empresarios de Cataluña más emprendedores, las cámaras de comercio, los sindicatos y todos aquellos que han construido una sociedad rica por abierta, cosmopolita, con inmigración abundante y trabajadora, orgullosa de que su identidad sea respetada en España sin necesidad de que la diferencia sirva para el aislamiento y la separación.

Este debate no debe ocultarse ni postergarse. Vayamos al fondo.

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