Metafóricamente hablando

Hiere la indiferencia

No sintió racismo en ningún momento, sino repulsa hacia su manifiesta pobreza

Sentado en un banco de aquella plaza llena de gente, y arropado por una soledad lacerante, observaba jugar a los niños, desde el perímetro de seguridad que sus padres, de forma subrepticia, habían señalado. Notaba las miradas clavadas sobre él como cuchillos afilados. Se distinguía de todos ellos, en que era el único que todo lo que tenía lo llevaba consigo, una maleta roída y una mochila sucia y desgastada, donde guardaba todo lo que le quedaba. No hacía aún dos años en que era él quien acompañaba a sus hijos a jugar a la plaza, donde tomaba el té con hierbabuena, mientras ellos corrían como gamos y daban pelotazos, soñando con ser algún día jugadores del Madrid. Pero desgraciadamente, uno no decide donde nace, ni que un régimen criminal alcance el poder en tu tierra. Huyó de madrugada, en la certeza de que sería solo por unos meses, pero las cosas se complicaron y aquí estaba, lleno de dignidad, vivo y humillado por la miseria. No conocía a nadie, hacía días que dormía en la calle y mataba el hamber en comedores sociales. Cuando salió de su país creía que llevaba una fortuna, pero en occidente, esa cantidad solo le dio para malvivir unos meses, solicitó el amparo en extranjería y aún esperaba respuesta. Se hartó de ver en las televisiones europeas declaraciones grandilocuentes de condena al régimen que masacraba a sus compatriotas, mujeres que se cortaban un mechón de su cabello en solidaridad con aquellas que un gobierno cruel y anacrónico, permitía que fuesen violadas, torturadas o asesinadas impunemente. Cuando desapareció su esposa y encontraron su cuerpo tirado, con señales de tortura, él tuvo que salir precipitadamente. Ya en Europa, tuvo la amarga sensación de que todo había sido una puesta en escena, que aquellas muestras de solidaridad solo fueron máscaras tras las que se ocultaba el miedo. Sufrió un trato distante y áspero por parte de algunos ciudadanos, otros se mostraban amables, pero nadie le preguntó su nombre cuando, agotado y perdido, se sentaba en un banco. Comprobó que quienes le miraban de soslayo, se deshacían por complacer a otros con aspecto adinerado, el lujo estaba de moda en una sociedad que vivía más de la apariencia, que de firmes convicciones. No sintió racismo en ningún momento, sino repulsa hacia su manifiesta pobreza. En esos momentos en que le costaba hasta respirar, un niño le sacó la primera sonrisa en meses, iba desmigando un trozo de pan, con el que alimentaba a unas palomas, que le seguían como un rebaño de ovejas. Sonó su viejo móvil, lo buscó nervioso entre las pocas pertenencias que llevaba en la mochila: era una llamada de Cruz Roja, se le había concedido el estatuto de refugiado, le esperaban para ir a recoger la documentación, también podía quedarse a vivir allí por algún tiempo. El sol se ocultaba en esos instantes, aunque el sintió que amanecía.

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