Metafóricamente hablando

Hijos que no tuvo con los hombres que no amó

De su infancia solo le quedaba el brumoso recuerdo de noches insomnes por el frio y la sensación de vacío que sentía en las tripas. Su madre la cubría a ella y a sus hermanos pequeños con la única manta que había en la casa, y allí dormían todos arrebujados en la cama de matrimonio. Su padre un día se fue a buscar el trabajo que les permitiera sobrevivir, pero nunca volvió. Alguien dijo que enfermó en una población remota, quizá no superó la enfermedad, o simplemente no consiguió el trabajo soñado. Recordaba con mayor nitidez el asco que sentía por aquel viejo que la miraba con aquellos ojos húmedos de lascivia, aunque ella aún no sabía lo que era eso. No tuvo que esperar mucho para saberlo, su madre, abrumada por la miseria y el hambre de sus hijos, se la entregó en matrimonio con apenas 15 años, Juan Manuel había enviudado y necesitaba una mujer en su casa. Allí tuvo que ocuparse de su marido y de sus cinco hijos, siendo David, el mayor de ellos, solo dos años mayor que ella. A pesar del tiempo transcurrido, nunca supo lo que era el amor, su marido después de abusar de ella durante años la repudió, anulando su matrimonio por no darle hijos. De un día para otro, con apenas veinte años, se encontró en la calle, y pronto supo lo que era la soledad y el dolor extremo, casándose de nuevo con otro hombre que la acogió en su lecho. Tampoco tuvo suerte en esta ocasión, su marido solo buscaba en ella satisfacer sus deseos. Era alta y espigada, con unos ojos verdes que brillaban en la noche como dos candelas, y una cabellera dorada como un campo de trigo antes de ser trillado. Tampoco en esta ocasión vinieron los hijos tan deseados, y su marido pronto se cansó de ella desapareciendo durante días enteros, sin que pudiese adivinar si volvería. Un día se encontró fortuitamente con David, el hijo de su primer marido, del que se enamoró nada más verle, aunque nunca se lo había confesado pensando que era un horrible pecado. Ambos se saludaron tímidamente, él la encontró bellísima: su cara sonrosada y redonda como una luna llena en una noche de verano, sus labios carnosos y su mirada felina, no los había olvidado nunca. En esta ocasión tampoco se dijeron nada, aunque cuando cruzaron sus miradas el tsunami que recorrió sus cuerpos les hizo temblar hasta las pestañas. Se dieron sus teléfonos, y se despidieron con un hasta luego. Ella tenía ya treinta años y no había conocido el amor, a pesar de los dos matrimonios que pesaban sobre sus hombros como unas pesadas losas. Dudó mil veces si marcar aquel número que conservaba en el bolsillo de su abrigo, ardiendo como una tea cada vez que lo tocaba. Una noche en la que soñaba despierta, imaginando torturada la cara de los hijos que no tuvo con los hombres que no amó, sonó su móvil, al descolgarlo y escuchar su voz supo cómo era el rostro del hijo que no tuvo, y al que amaría con locura.

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