República de las Letras

Hijos del silencio

Solo nos importaba la música, las canciones que cantábamos en nuestro improvisado escenario

Mañanacomienza el otoño. Las mañanas de domingo de otoño e invierno en Almería eran tibias y el sol, suave, coloreaba el día de un azul claro irreal. Dos cosas se podían hacer: una, dar vueltas por el Paseo y aledaños hasta la hora de la cerveza y la tapita en Los Claveles, en El Turia o en El Negresco. Otra, la mejor, porque no disponíamos siempre de peculio, ir a la Alcazaba a tocar la guitarra y cantar. Al pie de la Torre de la Pólvora, subiendo por el Paseo de Ramón Castilla -nombre del gobernador civil que en los últimos 50 construyó el camino de circunvalación del monumento-, encontramos el lugar ideal para nuestros particulares conciertos. Éramos cuatro amigos adolescentes, con esa belleza y esa ingenuidad que da la edad aún no adulta recién estrenada, llenos de sueños, de imaginación y de urgencias vitales. La Vida a nuestro alrededor no tenía sentido sin el sabor de la amistad, la amistad verdadera, total, esa que exige lealtad por encima de todo y de todos. Hijos del silencio, nada sabíamos de lo que ocurría en el mundo: el asesinato de Kennedy, las bombas de Palomares, la revuelta estudiantil de mayo del 68 en París, la revolución "hippie", la Primavera de Praga, la llegada de los americanos a la Luna, que los viejos recalcitrantes del lugar ponían en duda… Un silencio social se extendía sobre todo eso. La gente vivía su día a día con escepticismo y nosotros no éramos más que hijos de ese silencio y ese escepticismo.

Solo nos importaba la música, las canciones que cantábamos en nuestro improvisado escenario de la Alcazaba y que lanzábamos al mundo, representado por los barrios de Plaza Pavía, "Reduto", Chanca, "Joya", Pescadería…, el mundo que se extendía a nuestros pies y que, imaginábamos, nos aclamaba. En nuestro sueño juvenil, el corazón en un puño siempre, aquellas letras expresaban mágicamente, pues no comprendíamos cómo los autores sabían hurgar tan certeramente en nuestros pensamientos más profundos, todos los sentimientos enervados y las emociones encendidas de nuestra adolescencia. Eran Los Brincos, Los Bravos, Fórmula V, las versiones Beatles de Los Mustang, las adaptaciones de Lone Star o Los Salvajes…; eran Adamo, Leonardo Favio, incluso Rafael…

Luego serían cine o bailes en el Casino o los Dominicos. Y la vida seguía, a la espera de las siguientes emociones al pie de la Alcazaba. Que siempre que cumplo años me acuerdo de todo esto.

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