De historiadores del arte

Hace ya demasiado tiempo que todos los museos son el cortijo particular de los historiadores del arte

Quizá por aquello de "cuando las barbas de tu vecino veas pelar…" y dejando aflorar -aunque sea por vía del subconsciente traicionero- un evidente corporativismo, me pide mi amigo Pérez Rojas -egregio historiador del arte, paisano nuestro- que no mencione ni critique más, en mis artículos, a Manuela Mena. Que con una vez basta, que ya vale, no sea que mis lectores piensen que estoy obsesionado con ella. Como si un artista pudiera prescindir tan fácilmente de sus obsesiones -que no niego sino que reafirmo- y como si en un solo articulillo pudiera someterse a crítica todo el corpus historiográfico goyesco -tan disparatado, errático y deficitario de ética profesional- que la señora antes mencionada ha tenido a bien servirnos, afianzada y protegida por las escandalosas bendiciones con las que la primera pinacoteca patria le ha distinguido, incluso después de ser falsadas sus ocurrencias por muchos colegas solventes.

Sorprende, en todo caso, cómo una buena nómina de historiadores del arte, que en privado se dedican a despellejarse traperamente y sin medida los unos a los otros, aspiran a ser un gremio intocable como los médicos o periodistas; pretenden que nadie les tosa ni critique sus cositas. Su tontuna y arrogancia derivan, qué duda cabe, del papel que han conquistado en el mundo de los museos y del comisariado de exposiciones.

Hace ya demasiado tiempo que todos los museos -absolutamente todos- son el cortijo particular de los historiadores del arte; el lugar donde son los amos y señores y hacen y deshacen sin que nadie pueda aportar la más mínima enmienda a sus decisiones. Muchos engrandecen allí endogámicamente sus curriculums -ocupándose por lo general de artistas muy prestigiosos, clásicos o contemporáneos, que no merecen-, publican sus textos y se disfrazan también de artistas creadores, adornados de las más tontas ocurrencias, cuando ejercen de comisarios para las exposiciones temporales. Se autoerigen en expertos en arte y artistas -y en sus procedimientos- sin haber cogido un pincel en su vida y, por lo general, sin tener suficiente juicio estético, ni por conocimiento ni por sensibilidad. Ni que decir tiene que parte de la culpa de su reinado reside en la dejación de funciones que hemos hecho los artistas en nuestro antiguo poder de decisión en el ámbito de los museos. Quizá por desidia o por ignorancia cedimos completamente un trono al que nunca debimos de renunciar, al menos en su totalidad. Ahora ya es tarde.

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